-Bueno, ¿listos ambos para la escena?
-Lista.
-Listo.
-¿Estáis mentalizados…? ¿sí? Pues adelante.
Nos echamos cada uno desde el lado contrario, yo me tumbé primero boca arriba y ella pasó una pierna al otro lado, montándome. Se quitó la bata, mostrando su esplendorosa desnudez, pero a mí no me hacía efecto. Ya estaba harto de actuar con ella, de estar junto a ella, de encarármela una y otra vez, de oír su voz, de asociar en mi fuero interno todo eso con su prepotencia, divismo, desprecio hacia los demás, de su exclusividad acaparadora, de su privadísimo y bien provisto camerino. Así que ni a ella le importó que no me activara entre sus muslos, ni a mí me importó no reaccionar a su calor envolvente.
En cuanto el director dio las últimas instrucciones, se arrugaron cuidadosamente las sábanas a nuestro alrededor y gritó “¡Acción!”, ambos nos ceñimos a nuestros respectivos papeles, ambos actuamos como se esperaba, ella fingía que gozaba, con alguna lágrima de las suyas de por medio, y yo fingía que también, pero menos, con cierta inexpresividad varonil, seguro de mí mismo, tal y como exigía el guión.
-¡Corten! –gritó el director, repentinamente, y se dirigió a unos técnicos de luz a echarles la bronca. Mientras tanto, ambos permanecíamos en nuestras posturas, indiferentes el uno a la otra. Ella se reclinó un poco sobre mí, para apoyarse en sus brazos y descansar. Su pelo cayó en cascada, formando una cortina que tamizaba la luz sobre su cara, meditabunda y distraída, pensando en sus cosas.
Yo puse ambas bajo la nuca. Veía al director gritar a los técnicos, o a los del sonido, o a la maquilladora, o pensaba también en mis cosas. En un vistazo casual, mis ojos cayeron en su cara. Y me detuve en su expresión, como si hubiera visto algo llamativo de reojo.
-Bien, repetimos la secuencia. –Ella alzó la cabeza y se erigió sobre sí misma, llevándose las manos al pelo, ahuecándoselo en un gesto natural. Una pequeña luz de alarma se encendió en mí. Traté de apartar los ojos, pero un extraño magnetismo, cada vez más fuerte, me lo impedía. –Luces… sonido… viento… sábanas… cámara… ¡acción!
Y empezamos otra vez la escena. Yo me ceñí por centésima vez a mi papel, pero una pequeñísima luz brilló en mis ojos, al apreciar por primera vez su actuación tan de cerca, en mi piel, su calor, su voz…
-¡Maldita sea, corten! –gritó otra vez el director, y se puso a abroncar a unos que habían hecho un ruido en la otra punta de la nave.
Ella giró la cabeza en aquella dirección, volteándose la cabellera y resoplando, resignada. Se cruzó los brazos, y algo explotó en mí.
“Oh, no…” pensé yo, parpadeando con fuerza. Bajé la vista hacia mi bajo vientre, como intentando combatir lo que sentía.
Así, no pude evitar ver cómo ella giraba la cabeza hacia abajo en otro movimiento espontáneo. Luego alzó la vista a mi cara, interrogante. Tragué saliva y me puse colorado.
Sus brazos se separaron un poco, en actitud de sorpresa y pudor. Eso hizo que removiera levemente las caderas, con lo cual la acción aumentó espectacularmente. Alzó con disimulo su cuerpo, dejando espacio, y me desarrollé por completo. Y la miré a los ojos con cierta timidez.
-¿Pero no se supone que…? –susurró asombrada. Y su sinceridad me deslumbró y desarmó por completo.
-Bien, ¿estáis todos listos? –gritó el director, impaciente, mientras se acercaba. Ambos nos sustraímos un instante y afirmamos con la cabeza. –Luces, sonido, aire, sábanas, cámara… ¡acción!
Y otra vez ella se puso a gemir, a moverse, a llorar, como una profesional. Y yo también. Pero, a diferencia de los actos anteriores, ahora teníamos algo entre los dos. Algo físico y tangible. Por fortuna, todo salió bien. El director alabó con dos palabras rápidas nuestra labor, y se alejó a otro lado de la nave, seguido de su tropa de operarios. Con nosotros sólo se quedaron nuestros respectivos asistentes. La de ella se subió a la cama con una bata y cubrió sus hombros.
Se levantó un poco azorada. Se ató la bata con cierta prisa y emprendió una pequeña carrera hacia su camerino. Su pelo ocultaba permanentemente sus facciones. Yo me apresuré a arrebujar la sábana encimera sobre mí.
Me abracé despacio a mis rodillas, meditabundo. Me echaron otra bata sobre mis hombros, y tardé en levantarme, el tiempo en que mi inesperada y tremenda hinchazón bajase un poco…