jueves, 21 de abril de 2011

Puesto de trabajo: lector de contadores eléctricos.

Acababa de dejar un currículum vitae en una empresa de electricidad. Era por la tarde. Un par de calles más allá, me llaman por el móvil y me requieren de esa empresa. Suspiro profundo. Ya está liada, pero en fin, estoy buscando trabajo, y no es cosa de dejarse influenciar por oídas de la fama de la empresa. Igual es decente y todo…

Necesitan a un operario para meter lecturas de contadores eléctricos domésticos. No es el puesto que esperaba, a mí me gusta tirar de cable, cortar, pelar, crimpar (embutir, insertar, presionar), conectar, taladrar, poner cajas, tubos y bandejas, medir, ensuciarme las manos, subirme a escaleras, transportarlas… Pero, lo dicho, no voy a poner reparos. Acepto, y empiezo en dos días.

Me ponen con un veterano. Se supone que en tres días ya debo manejarme por mí mismo. Empieza la auto-presión, la ansiedad por aprender como sea, poniéndome encima del compañero, tapándole la luz si es preciso. Mi torpeza es antológica, y la máquina que se maneja para ello parece un ordenador portátil, con las instrucciones y el menú en inglés.

La máquina que le han dado ese día está rota, cascada por una esquina. El veterano se queja, ya que ha tenido problemas con otras máquinas que o bien no memorizan los datos, pese a que aparezcan en pantalla, o bien se borran al cabo de un rato, o bien al final de jornada se pierde todo porque entra una gota de agua por la grieta, y además no quiere responsabilizarse de aceptarla y que luego al final del día le echen la culpa a él de esa rotura. No son precisamente baratas. Le dan otra un poquito mejor, pero que fallan una o dos teclas, y hay que darle dos o tres veces para asegurarse, metiendo la lectura, y aún así falla... Tic nervioso de incomprensión.

Cuando vamos al coche, es el particular del veterano, quien me dice que, si tengo coche, se lo oculte a la empresa, porque ni pagan la gasolina ni nada. Otro tic nervioso.

Ese día, a él le toca un barrio periférico del noreste de la ciudad. Fincas, casas separadas, huertos, tractores, talleres y naves desperdigadas por doquier. Para ir a muchas hay que meterse por caminos que, en caso de lluvia, ríete tú de una playa arcillosa de ciénaga. Otro tic nervioso.

Como es horario laboral, en muchas casas no nos abren. Hay que volver otra vez, bien más tarde o bien al día siguiente. Por supuesto, la hora de comer, posponerla, que es cuando suele estar la gente que no contesta. Y hay que hacer de quinientas a seiscientas lecturas. Otro tic nervioso.

Y eso que es “zona rural”, que si son edificios con cuartos de contadores centralizados, son casi mil quinientas. Otro tic nervioso. El pánico empieza a hacer acto de presencia. “No podré con esto”

Nos acercamos al primer contador. Es exterior, dentro de una caja de plástico con tapa traslúcida, casi opaca, por el tiempo. Estoy yo intentando divisar dónde están las cifras en el difuso cuadrado blanco del contador, cuando mi compañero se retira. Ya ha leído lo que tenía que leer, y mete las cifras andando. Yo pestañeo, confuso. Intento leer lo que pone, uso la técnica de la “cabeza de gallina”, leer con movimiento, pero no veo un carajo. Mi compañero sí. Otro tic nervioso. A lo largo de la jornada compruebo que casi dos tercios de las lecturas son así. Otro clavo de “no podré con esto”.

En el coche, le pregunto cómo puede meterse por esos caminos que lo más seguro es que le averiarán el coche a la menor. El coche no es gran cosa, un utilitario, pero es su coche. Responde que no le queda otra. Otro tic nervioso.

A lo largo de la mañana, la cosa va un poquito mejor, más “normal” dentro de lo que cabe. Expectativas tan rebajadas, que cualquier mínimo detalle bueno viene a ser un rayo de luz entre los nubarrones. En una finca sin vallas ni nada, donde han removido tierra, el contador está en un poste sobre un montículo bastante alto. Trepo por él, voluntarioso y alegre por haberlo encontrado el primero, llego al armario y lo abro. Casi caigo rodando por la ladera del salto atrás que doy. Un nido de avispas sale a plena luz del día, y sus guardianas tienen muy malas pulgas. No sé cómo he leído los números y cerrado enseguida, pero el susto me deja tembleque. Tanto que el nuevo tic nervioso pasa desapercibido.

El compañero me tranquiliza, y el dueño de la finca que nos ha guiado se ríe. Debe de ser una situación muy cotidiana para él, pero yo, con la ansiedad que arrastro de todos los despropósitos de la jornada, no estoy como para considerar esa situación como normal, sino como estar en una concurridísima trinchera de la que no sé si voy a salir con vida.

Hasta aquí el primer día. Terminamos a las cinco, sin comer. Sólo un bocadillo que el compañero comparte conmigo, ya que yo no lo tenía previsto, comido casi a la carrera. Casi dos horas extras que, por supuesto, no nos van a pagar, pese a que pagan una miseria. Otro tic nervioso.

Al día siguiente, me ponen con otro más centrado, en una ruta más normalita, en un pueblo más conocido por mí. Coche de empresa, ya que es en el extrarradio urbano de la ciudad, comida en restaurante de carretera también de empresa. Máquina lectora decente. Como el de ayer, el tío maneja la máquina con las dos manos, metiendo los datos con ambos pulgares mientras va de una casa a otra. Y encima, se para a saludar y hablar con los lugareños. Algunos tienen que coger unas llaves, dar la vuelta a la manzana y abrir portones de forma lenta y cansina.

En un edificio de viviendas de tres plantas, con la correspondiente centralización de contadores en un cuarto a la entrada, el compañero detecta un fraude. En uno de los zócalos vacíos, donde se supone que debe haber un contador, los cables están pelados y conectados sin más. El compañero me lo muestra y toma nota de la dirección, diciendo que si la suministradora eléctrica certifica ese fraude, te pagan… seis euros. En mi fuero interno, me callo, pero por seis euros, yo pasaría de privar a una familia de la luz que probablemente no puedan pagar. O que roban directamente porque no quieren pagar, pero ante la duda... En cualquier caso, por uno o dos casos al mes, yo no me molestaría. Y dado que el revisor, es decir, mi compañero, o yo en unos pocos días, es el único que cae en la cuenta de ello, me parece una miseria. Que le den a la suministradora, que gana muchísimo más dinero con mandangas mucho más censurables. Todo esto, por supuesto, me guardo muy mucho de decirlo en voz alta, pero creo que cometo el error de no preguntar nada, no insistir en saber detalles, creo que se me ha visto en la cara esa resolución…

Como el pueblo no está demasiado lejos de la ciudad, hay urbanizaciones nuevas de viviendas que han entregado en el último mes. En cuanto enfilamos la nueva calle, mi compañero tuerce el gesto. Todas las casas iguales. Parecen adosados del ejército. Cada una con su armario de contadores, que hay que abrir, tomar la lectura, y cerrar. Me da unas llaves y me dice que vaya abriendo, que él irá leyendo y cerrando. Así a bote pronto, unos ciento cincuenta. Como son nuevos, muchas cerraduras no funcionan a la primera, y hay que insistir. Acabo con los dedos hechos cisco, inflamados, insensibles, enrojecidos.

Son ya tantos tics nerviosos, tanto “no podré con esto” resonando sordamente en mi interior, que me abandono. El tercer día, pese a mi voluntariedad y mis ganas de rendir, a media jornada decido renunciar al puesto. Respiro hondo, y todo se ensancha en mí. La luz entra, todo brilla de nuevo. Esa misma tarde, al llegar a la empresa, comunico mi decisión. La chica que atiende las máquinas lectoras levanta una ceja nada más. Debe haber oído las conclusiones de los veteranos que me han llevado estos tres días, diciendo que no valgo para esto…