jueves, 21 de julio de 2011

Puesto de trabajo: Oficial 3ª instalador de telecomunicaciones.

Había recibido una carta del antiguo INEM con un número de teléfono y una dirección. Tras llamar y concertar una entrevista, me fui allá, armado con mi Currículum Vitae. No tenía absolutamente ninguna pretensión ni esperanza. ya había pasado por eso decenas de veces y sabía que nunca conseguiría trabajo así.

Las empresas que acuden a servicios públicos de empleo suelen ser bastante cachazudas y cutres, sin recursos para destinar a una selección eficaz de personal. El filtro que aplican a la gente que viene de dichos servicios suele ser basto, directo, quemado y sin ilusión ni curiosidad por encontrar a alguien que merezca la pena. Si el aspirante no es de los que sólo van a sellar la carta de recepción y manifiesta interés, entonces es sometido a una batería de condiciones que rebajan implacablemente sus perspectivas, tanto en salario como en futuro como en tareas, siendo tratado casi como un gusano. Y si aún así acepta, a tragar ambos bandos con piedras de molino: el empleador para conseguir subvenciones o descuentos en las cuotas a la Seguridad Social, coge a alguien en quien no confía, y el empleado a ser tratado como una piedra en un rodamiento en donde todo encaja a martillazos.

Así que iba con esta mentalidad. Cuál no fue mi sorpresa cuando al entregar mi CV y leerlo, el que me entrevistaba, dueño de la empresa, un hombre joven y maneras sueltas y vivas, se puso “de mi lado” en plan colegui, al constatar que había trabajado en una de las empresas en las que él también había estado muchos años antes, terminando aparentemente mal, empatizando conmigo casi al instante.

No le dí importancia al asunto (en una entrevista no está bien visto echar pestes de nadie), y además me empeñaba en mantener las distancias, tratándole de “usted”. El otro casi se ofendió y anuló dichas distancias, tuteándome. Hablamos del trabajo, del horario, del lugar, datos técnicos y tal, y nos aceptamos mutuamente. Me enseñó el taller-almacén-trastienda, y ví escaleras manuales de fibra de vidrio, algo que me situó muy a favor de la empresa. Quedamos el viernes a última hora, para presentarme al resto de la plantilla.

En casa, llamé al encargado de nuestra común empresa del pasado, y le pedí referencias. “Un cabeza loca” me dijeron de él. Primer tic nervioso.

El viernes fui a la empresa y me presentaron a la mayoría de la gente. Reinaba un ambiente de confianza absoluto: muchos volvían de viaje de donde quiera que trabajaran; se descargaban y vaciaban furgonetas, se formaban corrillos, se bebía cerveza, un abuelo (imagino que padre del dueño) se había traído a la nieta o la sobrina, y paseaban por ahí como Pedro por su casa; se gritaba, se reía, se gastaban bromas… casi un gallinero. Yo me mantenía aparte. Me llamaron y me sentaron en la misma mesa de la entrevista, y al otro lado estaba el dueño y otro, y a mi lado otro más, todos jóvenes, chistosos y en confianza. En cierto momento, uno se levantó, obligó al “jefe” a levantarse un momento, rebuscó algo por ahí debajo de la mesa y sacó un trozo de costo, casi medio dedo pulgar de grande, dejándolo encima de la mesa, a la vista de todos. Yo, atento a lo que me decían, que empezaba el lunes, no presté atención a lo que significaba eso, pero al rato caí… Otro tic nervioso. Aquello era casi una propuesta de “doping” laboral al que parecía someterse toda la plantilla, o algo así, entre otras muchas conclusiones igual de nefastas.

El lunes llegué puntual de madrugada, y me aguardaba otro buen tic nervioso: el viernes, al poco de irme yo, habían decidido pernoctar en el lugar del trabajo. Con el jaleo que había y lo “colocados” que debían estar ni se les pasó por la cabeza el avisarme, y además no entraba en las condiciones que el “jefe” me había dicho en la entrevista: ida y vuelta el mismo día, con tres horas extras. Así que llegué sin equipaje ni nada. En aquel tiempo estaba apuntado a un cursillo de natación por las tardes (era Julio) por cuya matrícula había peleado mucho, y no entraba en mis planes dejarlo. Pero de golpe y porrazo me ví en esa disyuntiva. Decidí sacrificar el cursillo, más arrastrado por los acontecimientos que por decisión propia, meditada y personal. Me acerqué a casa a toda prisa, hice la maleta y me fui con ellos al lugar de trabajo, a unos 300 km. No veía tan descabellado el ir y volver el mismo día, porque gran parte era autovía.1634

El sitio de trabajo era un pueblo perdido por el norte, a pleno sol, con cuarenta grados a la sombra. El encargado y sus validos o “trepas” siempre a esa sombra, y no tocaban una herramienta mientras no les fuera la vida en ello. El resto trasegábamos con escaleras de mano de aquí para allá, de fachada en fachada, cada uno con nuestra bolsa de herramientas, taladro, alargadera, etc. Bolsa de herramientas que, por supuesto, me habían hecho firmar su contenido como responsabilidad mía, lo cual en principio me parecía bien, de no ser por el caos que era aquello, que se cogían las herramientas del que estaba más a mano y se “perdían”, así que yo no quitaba ojo de mi bolsa, lo cual me dividía más aún la atención. Varios tics nerviosos a lo largo de esa endemoniada primera jornada vinieron a hundirme, pero no lo suficiente, aún tenía esperanzas de acomodarme y encontrar mi lugar.

En los días siguientes se impuso la realidad de forma implacable:

-¿Tres horas diarias…? Nanay, cinco horas. De 7 a 21, con una hora para comer. Para eso se había decidido pernoctar y había que estrujar al máximo la disponibilidad, sin importar la salud ni el bienestar de la gente. Como éramos todos jóvenes, podíamos aguantar. Y encima no parecía cundir mucho, por la desorganización y los mencionados “trepas”.

-Sin equipo para resguardarme del sol más que el casco reglamentario, que era un auténtico engorro. El agua, bebíamos directamente de la fuente municipal, lo cual no tiene nada de malo, de no ser porque la fuente era de grifo en arqueta bajo llave, lo que quería decir que nos podían multar si nos pillaban abriendo y cerrando ese grifo. Prácticamente cada hora ponía la cabeza bajo el agua. Eso cuando la tenía cerca; cuando trabajaba lejos, a aguantarme y a cocerme en mis sudores. De haberlo sabido, hubiera traído gorras, trapos, gafas de sol, crema solar… para defenderme mejor en aquel horno al aire libre.

-Mi tía-abuela estaba muy enferma, llamaba cada día una o dos veces por teléfono para saber cómo estaba (moriría al fin de semana siguiente). Un compañero me dijo que si el “encargado”, un ingeniero joven, alto, flacucho, gritón, faltón, con muy malas pulgas y maneras, me pillaba hablando por el móvil en horas de trabajo, directamente me despediría.

-En aquellos tiempos era muy común la “escalera de contratas”, y aquella obra no era excepción. Esa empresa era subcontrata de una subcontrata de una contrata de la empresa de telecomunicaciones local. Algo que yo intentaba evitar siempre que podía, negándome a trabajar en E.T.T.s (regla que aún mantengo mientras pueda). Así que las chapuzas eran habituales (y qué chapuzas llegué a presenciar ahí, madre sagrada), la seguridad laboral brillaba por su ausencia y, por supuesto, el futuro era una incógnita.

-Manipulábamos escaleras portátiles de madera, dos hojas correderas con cuerda y polea, aprox. veinticinco kg. de peso y tres metros y medio de altura, la más grande, algo que siempre se me apodera y con las que no podía con toda mi alma… esa herramienta era y es mi talón de Aquiles en ésta mi profesión. De ahí mi tremenda decepción con respecto a la primera impresión en la visita de la trastienda tras la entrevista.

-Al terminar la jornada, tras cenar, yo me iba a la cama directamente y caía rendido, no sabiendo qué hacían los demás. Una noche en que estaba casualmente desvelado, ví que mi compañero de habitación llegaba borracho y, con los demás en la puerta, me rociaba por encima de ambientador, no sé si porque yo olía mal por el calor que hacía, o por hacer reír a los demás. Me incliné por lo segundo, ya que me duchaba siempre antes de cenar. Por supuesto, al día siguiente lo dije.

-La dueña de la pensión nos rogó que no matáramos a los mosquitos contra las paredes, que estaban recién pintadas y dejaban marcas de sangre. De ahí los “ambientadores”.

-Sufrí varios asomos de golpes de calor: sentí  cómo la vista se me nublaba, leves calambres en brazos y piernas, y me obligaba a controlar la respiración, porque literalmente me faltaba el aire.

-Las relaciones entre compañeros no eran buenas pese a las apariencias. Según pude entender de oídas, la semana anterior hubo serios desencuentros entre el “encargado” actual y “otro”; la plantilla se dividió en dos y se hacían mutuamente la puñeta. Esto llegó a oídos del “jefe”, el cual se llevó al “otro” a otra obra bien lejos de ahí, y según parece los efectos y rencores aún coleaban en el grupo. A finales de semana oí que el “jefe” en persona vendría a encargarse de la obra, y que entonces rezáramos de las broncas y el ritmo que impondría. Yo esperaba que la complicidad despierta en la entrevista me “protegiera”… si es que llegaba hasta entonces.

Pero no llegué. El viernes por la tarde, de vuelta a Zaragoza, decidí irme de ese zoo sin vallas. Tras descargar las furgonetas me senté en la esquina de un banco de las taquillas y agaché la cabeza, respirando despacio y retomando por enésima vez el control de mis nervios, recuperándome de tantos tics nerviosos, mientras a mi alrededor todo eran gritos, risas, bromas y jaleos. Noté que alguien me tocaba en el hombro, y ví los zapatos del “jefe”. Levanté la cabeza despacio y mirándole a los ojos, le dije con voz clara: “El lunes no vengo más”. Su sonrisa desapareció y su rostro se tornó serio.

No recuerdo apenas lo que pasó después, de tan cansado y hundido que estaba. De ahí la anterior descripción, diáfana y clara como el agua en mi recuerdo. Se me llevaron aparte, una simpática secretaria me calmó, solté todo lo que tenía que decir, mis planes truncados, mis condiciones hechas polvo, lo que había visto y oído; a uno que afirmaba que allí eran todos iguales le eché en cara que era mentira…

Ese mismo fin de semana el nerviosismo se desató en una salvaje contractura dorsal que me duró cinco días, sin contar las secuelas. Tanto manipular escaleras que me podían desembocó en eso. Aparte, el sábado por la tarde-noche, fallecía mi tía-abuela, con lo que el cuadro estaba completo. El lunes cogí la baja, y a la semana siguiente, me echaron.

De este trabajo, no hubo ni un aspecto positivo a destacar. NI UNO. Como en los demás trabajos anteriormente citados aquí en mi blog, bajo esta etiqueta.

martes, 12 de julio de 2011

BALADA PARA ADELA.

 

Mañana soleada y festiva,1272295311_45815387_1-Fotos-de--se-busca-profesora-o-persona-que-prepare-coreografias-para-grupo-de-flamenco-1272295311

degustando a desconocido,

escribo un signo social de vida

en un anfiteatro marino.

 

Princesita de agua en escayola,

tus columnas recias de alabastro

orientan a un pueblo que enarbola

intenciones, pero no atentados.

 

El paciente océano te anima

sin que el seco cansancio gremial

agriete tu engarzada sonrisa

ni tus pies calzados en cristal.

 

En mi honda sima de aguas raras

repleta de corales nocturnas

cayó arriba una gota helada...

¡Ay, qué alud a la luz de la luna!

 

Ay, Adela,

cómo llegas.

A Poseidón, abismo del mar,

dí mi vela,

y ahora, navego en tinta a ciegas.

 

Margaritas en ambos tobillos

se deshojan al ritmo del tango,

y entre tus manos, el carboncillo

bosqueja el ocho echado del mambo.

 

Pasodoble en el ruedo sin toro,

rock’n’roll de aspas dicharacheras,

con el cha-cha-cha llegó el decoro

de podar la vid de la pareja.

 

Aguas bien lodosas y elegantes

enturbian en sus redes de aguja

el marfil tallado que aceptaste,

a cambio de tu voz, a la bruja.

 

Alpes serviles, y vuelta al mar;

un cauce de arroz y castañuelas

disuelve mi ataguía de sal

que un rey ya tendió a tu ciudadela.

 

Ay, Adela,

cómo llego.

En mi noche, la gigante roja

con su estela

gira en torno a su agujero negro.

 

De ermitaño, ayuno entre arañas

que tejen moho en el tragaluz.

Tras cantar al cuerpo una semana

asalto la inversión de la cruz.

 

Más eslabones forjados hoy

alargan el corazón de palabras.

Pues, como fragua en polvo que soy,

ésta es mi maldición... de oro y plata.

 

Ay, Adela,

cómo nos vamos.

Tú a la orilla norte, yo a la sur.

Centinela,

ya puedes cerrar. Ya viene el amo.

 

10794210

sábado, 9 de julio de 2011

Para Leer Despacio: “Danza para mí”

De la misma manera que afirmé en su día y sin pudor alguno que soy muy sensible a la lencería íntima femenina, hoy sublimo mi ardor visual por una danza íntima... a pesar del calor que hace, o precisamente a causa de él.

Bailar es lo primero que viene a las mentes de los demás, pero no ahora a la mía.

Bailar es moverse al ritmo de la música en pareja, a dúo. Y también en grupo, dependiendo del baile.

Pero danzar es mover el cuerpo para expresar algo: elegancia, misterio, lejanía, atracción, deseo, energía, incluso tristeza... Algo que debería estar integrado en la vida cotidiana, y más si se vive en pareja.

Y las mujeres parece que tienen ese arte “grabado” en sus genes. Con un poco que practiquen, ya despiertan todo ese tremendo potencial seductivo, concentrado en su mayor parte en… ¿adivinan dónde? exacto, las caderas.

Eso que nos ganan a los hombres, además de en algunas otras cosas.

Yo me he visto "danzar" en un vídeo, y no doy pena, no; doy grima. Un oso baila mejor que yo.

"Nueve semanas y media", "Abierto hasta el amanecer", "Gilda"... fueron despertares por esta sensación visual y musical nunca satisfecha del todo.

Claro que… se puede argumentar que, de esto, uno nunca tendrá suficiente.

Pero debo ser muy sibarita y tradicional, puesto que también sueño con una hermosa odalisca de Oriente medio, turca, egipcia, israelí, libanesa... cargada de sedas y pedrería, melena negrísima, densa, miradas que enganchan, sonrisas veladas,  interpretando una danza del vientre o de las caderas que culmine en un desnudo casi integral.

Pero por más que busco en internet "versiones" amateur de las mencionadas obras cinematográficas, además de "bellydancers" que enseñen sus atractivos cuerpos al final de un numerito, no encuentro apenas vídeos donde se den ambas cosas: danza profesional, o casi, con desnudos eróticos y encuentros sexuales al terminar.

Será que son campos incompatibles. Una danzarina profesional, que entrena duro para ganar premios, no arruinará su carrera por mostrar sus encantos íntimos en público. Y una actriz X no se va a molestar en aprender a danzar para aportar algo propio en su “arte”, si le basta con enseñar chicha. Además, las películas XXX no priman eso…

En cualquier caso, disfruto mucho viendo vídeos como estos:


Ansuya




Y estos…
Felix Cane
Jenyne Butterfly

Lo común en todos ellos es la dedicación exclusiva de sus protagonistas. Mucho, muchísimo entrenamiento, talento y sensibilidad tal que, fuera de competiciones y en grabaciones espontáneas, subliman mucho a los espectadores…

Esto no quiere decir que no disfrute de ver una danza de una chica normalita, con sus limitaciones, sus tics y sus adorables timideces. Las gorditas tampoco se libran:






Y sobre música, ahora mismo me viene a la cabeza que lo mucho que en su día me llamaron la atención Papa Levante y su “Me pongo colorada”, y me quedé con sus suaves ondulaciones de brazos y manos durante toda la canción como nota máxima, ayudados por las ondulaciones de las caderas.

Por supuesto, una moraleja analítica y a la vez calenturienta de todo esto, es sentir todos esos movimientos cuando estoy “dentro” de ella… Supongo que será programación genética, o algo así, pensar que una mujer que es capaz de danzar así, será capaz de engendrar una buena descendencia, y que por eso lo tengo entre ceja y ceja.