jueves, 26 de mayo de 2011

Qué poco cuesta perder ahora una relación.

1694115-el-comercio-y-la-industria-rojo-las-redes-de-pesca-y-barcosEn el mundo virtual, cuando se establecen lazos, éstos son aparentemente fáciles de lanzarse y que se traben entre sí, como una maraña de sedales de pesca en un mar muy rico y movido. Luego sólo se tiene que halar y a ver qué sale de ahí. La facilidad está en que, si no convence lo que se ha pescado (o mejor dicho, la otra barca a la que conduce el otro sedal), se deshace, se saluda cortésmente a la otra persona a través del agua, y se lanza otra vez, a ver si pican.

Todo esto que tan fácil puede parecer las primeras veces, ya no lo es tanto cuando se llevan muchos intentos. Quizás las expectativas, las huellas que dejan esos tratos efímeros, las sensaciones que se despiertan cuando se profundiza y se afianza hasta que una de las personas tiene que poner los puntos sobre las íes, o deja de responder… hace que la concha en la que se refugia cada día después de navegar por internet se vuelva más rígida, más opaca y más quebradiza. Una extensión de lo que sucede en la vida real, sólo que no tan cruda y palpable.

Y también, como en la vida real, las pérdidas virtuales duelen, aunque se tienen a mano distracciones y pasatiempos virtuales que sirven de amortiguamiento personal, dando una imagen más frívola y pasable a dichas pérdidas. Y aunque no se tengan más bemoles que asumirlo y seguir adelante, en la dirección que le lleve la nariz (o el puntero del ratón), cuando se echa la vista atrás, no se puede evitar recordar las numerosas afinidades encontradas, que en su rapidez y disponibilidad inmediata, se han establecido… y se han diluido con la misma facilidad.

Pero todo esto cambia completamente de registro cuando se unen ambos mundos: el virtual y el real. Porque las reglas y excepciones de uno se tienden a cumplir también en el otro. Cuando se inicia una relación virtual, ésta empieza como una más de tantas. A lo que se da cuenta, se ha ido profundizando, encontrando coincidencias, abriéndose mutuamente y con alegría, algo fácil y típico del mundo virtual. Luego, si por un casual se lleva al mundo real, la mitad o más del trabajo ya está hecho. Ya se conocen, ya han desarrollado una complicidad, un conocimiento mutuo más o menos sincero, lo suficiente como para provocar ese paso: verse físicamente. Y aquí entran las implacables reglas y limitaciones del mundo real, que aquilata esa relación, templándola casi hasta el punto de rotura. Pero… si aún así se continúa, entonces lo que sucede es una mezcla muy libre de las características de ambos mundos: llamadas al teléfono móvil, emails, chats, facebook… quedadas al momento, citas confirmadas en pocos segundos, cafés, copas, comidas, cenas… y todo lo que viene después.

Pero… todas las facilidades puestas para que se dé eso, no pertenecen intrínsecamente al mundo real, pese a que parezca que sí. No hablo sólo de la distancia física (el mayor y más común impedimento para que una relación virtual se fragüe en real), sino de la “empatía común final” (por llamarlo de alguna manera), ésa que hace que una relación que empezó todo chispa, alegría, simpatía, derroche de atenciones y disponibilidad, se transforme por ley de vida en el día a día en común, juntos, con un proyecto muy arriesgado, donde se echan las raíces necesarias para que funcione… Si no funciona, es entonces cuando entra la limitación virtual de terminar esa relación con la misma facilidad y rapidez con la que se estableció.

Y si una persona no es lo bastante madura como para aceptar eso, empiezan los acosos virtuales, las herramientas virtuales para soslayar eso, bloquear tal cuenta, o borrarla y empezar otra con otro alias, frecuentar otros círculos virtuales… Algo que en el mundo real no se puede dar así como así.

En fin… Toda esta retahíla de psicología intuitiva me lleva a la siguiente conclusión: a mí por lo menos me duele casi tanto que se termine una relación virtual sin contacto físico ni visual, que una real. Y me duele más aún si esa relación empezó en el mundo virtual, se llevó al real, y se termina como una virtual.

Y finalizo aquí retomando la metáfora de la concha, que se vuelve más rígida, más opaca y más quebradiza, pero que aún así, tengo que echar otra vez los sedales… con más cautela y lentitud, eso sí.

sábado, 21 de mayo de 2011

Puesto de trabajo: peón de obra en zanjas.

… en una empresa de canalizaciones de gas público.

3930_3718_ZANJASEra mi primer trabajo “legal”. Allí me dieron mi número de afiliación a la Seguridad Social. A pesar de haber cumplido trabajos más o menos sostenidos con anterioridad, pero sin ánimos continuistas; a pesar de que dichas tareas eran de tremendo esfuerzo físico (de ahí derivó una doble hernia inguinal de la que me operaron casi diez años más tarde, y problemas de escoliosis permanente), de que el reglamento laboral no prohibía la manipulación de pesos que ahora sí están terminantemente prohibidos; a pesar de ser menor de edad, en dichos trabajos cumplía, a regañadientes, pero cumplía porque era lo que se esperaba de mí, todo esto quedaba digamos “en familia”; a pesar de todo esto, digo, nada de ello me había preparado para el crudo, frío y competitivo mundo laboral. Para sus puñaladas traperas entre compañeros. Para las ocho horas seguidas en constante tensión. Para los trepas y los caraduras. Para cuestiones de “respeto” a los veteranos, fingir que se rinde y que no se para, aunque no haya nada que hacer. Para saber cuándo callar y cuándo hablar, con qué tonos y con qué actitudes…

Mi padre era chapado a la antigua. Provenía de un mundo donde el trabajo era valioso por sí mismo, cuanto más esfuerzo físico o más arte y técnica, mejor; donde la organización y la gestión de una empresa era un arte misterioso que se llevaba mágicamente por si misma, y que fuera como fuera la empresa, aunque estuviera en la ruina, el trabajo de toda la vida era lo más importante. Donde se sobrevivía a base de créditos para pagar otros créditos…

Y esa fue toda la educación laboral que recibí antes de ponerme a ello. No me asustaba el trabajo duro, el esfuerzo, sudar, encallecerme las manos. Lo había presenciado durante toda mi corta vida a mi alrededor: abuelos, padres, hermanos, amigos de mis padres… Pero estaba pánfilo total en todo lo demás. Y por ahí vinieron los traumas.

Un pariente  político mío vino arrasando un día diciendo que me había conseguido un trabajo por medio de un conocido suyo. Encorbatado, bien vestido y tal, otro de la misma calaña necesitaba peones de obra. Y llevado por las expectativas familiares, por la presión espontánea previamente cultivada, acepté.

Una entrevista informal donde se me puso al día de lo que debía hacer, un contrato de fin de obra, la cartilla provisional de la Seguridad Social, y… a trabajar, un precioso día de abril.

Lo primero que aprendí fue a ir con las manos fuera de los bolsillos. Algo que según parece enseñaban en la mili a base de palos, de la que yo me libré por mi sordera parcial. Pero eso no significaba que también me librara de los golpes de la realidad, de mi turno de “marcado” y aprendizaje en carne viva.

Lo segundo, a no ponerme a la vista del empresario o patrono sin nada que hacer. Aunque esto lo aprendí demasiado tarde, cuando ya habían decidido prescindir de mí y de mi ingenua y todavía cándida novatez.

Pues sólo duré quince días. El esfuerzo físico era tremendo: picar y cavar tierra, retirar escombros, asfaltar, picar hormigón, manipular martillos neumáticos o aplanadoras autónomas… Y todo ello, sostenido, hiciera sol o frío, tuviera sed y cansancio, me machacara los riñones, me desollara las manos o se me “entablara” la espalda…

picos y palas

Al cabo de cuatro o cinco días, tenía la permanente sensación de que a mí me tocaban los trabajos más duros, de que ése era mi destino, mientras miraba con envidia desde el fondo de las zanjas a quien manejaba la excavadora, la pala o el camión; sólo unas palanquitas, fijarse en lo que está haciendo, y estar pendiente un poco en derredor, cuando acomete una maniobra. A quien iba de aquí para allá con el camión. A quien portaba un metro, una carpeta y un walkie-talkie, y realizara mediciones. No me creía digno de esos puestos, ya que era el recién llegado y no sabía nada…

Desde el fondo de la zanja, rebozado en sudor, dolores varios, cansancio, calores, me preguntaba qué demonios era todo aquello. Atisbaba en qué mundo estaba a punto de entrar, incrédulo, inocente y ciego… Eso cuando era capaz de reflexionar fríamente en algún breve descanso. Pues la mayor parte del tiempo sentía pánico y rencor.

¿No había sacado una Formación Profesional de cinco años de electrónica para verme en esa situación todo el resto de mi vida? ¿no había cumplido con lo que me exigían, Graduado Escolar, FP I y FP II, en esfuerzo, en dedicación, en tiempo de estudio, en incontables exámenes aprobados, en pasar un curso tras otro intentando no repetir, en ese puñetero “trabajo a fondo perdido” que me pedían cumpliera en mis ratos libres porque era mi obligación familiar? Miraba entre profundas respiraciones, latidos en las sienes y ojos casi desorbitados por el calor y el sobre-esfuerzo a los compañeros veteranos y los veía seguros de sí mismos, y me preguntaba cómo demonios sobrevivían. Qué tipo de vida habían llevado para acabar así. Todo lo que me empujaba a superarme día tras día en mis estudios estaba saltando por los aires.

Rencor encendido pero contenido a la gente que paseaba por las aceras, a ras de mis ojos. ¿Porqué permanecían todos tan tranquilos, cada cual a lo suyo, cuando a dos metros de sus pies un ser humano se desmoronaba casi literalmente? ¿porqué ese tipo trajeado disfrutaba del cochazo en el que se acababa de bajar y se dirigía todo ufano a una oficina portando un maletín que probablemente costaba más de lo que yo ganaría en todo aquel día y los anteriores? ¿porqué un trabajo primario como el mío de entonces era “rapiñado” socialmente y de forma tan implacable y metódica por trabajos secundarios o terciarios? Abría zanjas para canalizar gas de calefacción a oficinas donde estuvieran confortables, y sin embargo, los que trabajaban ahí intentarían por todos los medios desproveerme de mis ganancias, porque medraban con eso… Miraba una valla publicitaria, y odiaba profundamente a la modelo que sonreía al lado del producto: “¿Eso es trabajo y ésa cobra por ello?”. Odiaba a los actores que anunciaban una película, poniendo cara de circunstancias: “¿Eso es trabajo y ésos cobran por ello?”. Odiaba a los cantantes de moda que había seguido en mi adolescencia: “¿Eso es trabajo y cobran por ello…?”

Ahora, casi veinte años después, paseo por las calles enladrilladas o asfaltadas en las que fui “armado caballero” y pasé a formar parte del entramado social, y todavía me encojo levemente de angustia al revivir aquel aherrojamiento. Ahora, veo en internet, en la tv, en la calle, a la gente trabajando en eso, y aún me pregunto cómo conservan el buen humor y el gusto por la vida entre tanto linimento. Ahora, veo una mayoría de negros y latinos en dichas obras, y cumplen con su trabajo con una sonrisa en los labios. Y algo se me remueve encima del estómago: ¿de qué infierno debían venir…? Por mi trabajo habitual (que no actual), me relacionaba con ellos ocasionalmente, y no podía sino sentir vergüenza íntima ante su voluntariedad y seriedad. Y cuando, en una ocasión, se me ocurrió comprar una botella de agua fresca de litro y medio y dársela a una brigada de peones en torno a una gran arqueta que estaban abriendo a pleno sol, la sonrisa que me dedicaron todos fue como un pequeño bálsamo de compañerismo…

Todo esto me inquieta mucho ahora, pues es una pesadilla que constantemente creo que se va a cumplir en mi próximo trabajo, sea cual sea… Junto con la sensación de que, por mucho que me esfuerce, no rendiré, o no se me valorará lo suficiente, o lo más común, a pesar de cumplir, siempre estaré sujeto a los caprichosos vaivenes del mercado y de unos cretinos con másters, titulaciones pomposas, colegiamientos, agendas repletas de contactos y corbatas que hacen y deshacen a su antojo.

viernes, 13 de mayo de 2011

Rapada.

Suelo tener prontos que chocan a la gente de mi alrededor. Pero los que me conocen, al ver las consecuencias, únicamente levantan una ceja, formulan un par de observaciones y siguen con lo suyo.

Uno de esos prontos es demostrar al resto del mundo que estoy mal, que me asquea todo, que mientras estoy así, no cuente conmigo para ningún proyecto, que tratos los menos posibles, desgracias (una forma de negar rotundamente ”gracias” como cortesía, o de mandar a tomar por culo a quien le moleste o ponga alguna objeción). Y esta forma es raparme el pelo yo mismo al uno. La cara ya la tengo avinagrada, y no la puedo controlar; pero el pelo sí. Así que, al desaparecer recientemente uno de los motivos (en realidad el único) por que cuidaba más o menos mi aspecto físico, he retomado este signo de rabia y rechazo, me he metido en el baño, he esgrimido la rapadora que estaba acumulando polvo tras más de un año sin usar, y… adiós pelo. Así me ahorro el peluquero, se formará menos pelusa en mi casa, estaré más fresco y tendré el cuero cabelludo más a la vista, y por lo tanto más sano y limpio. Y al que no le guste, que se vaya a la puta mierda.

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Y mientras esté en este túnel social, seguiré así, rapándome cada dos semanas o así. Sé que es una pescadilla que se muerde la cola, y que probablemente el túnel no tenga salida, nunca veo el final cada vez que entro en uno (el último duró casi tres años), ya que así rehúyo a la gente, pero es que estoy harto. La desesperación y la amargura me hacen tropezar constantemente, y es la gente de mi alrededor la que sufre. Así que con esto, digo sin palabras: “alejaos de mí”.

De hecho, invitaría a los que están hartos a raparse el pelo como señal de protesta, a ver si así formamos una manifestación espontánea de un país al que le falta cada vez menos para convertirse en un campo de concentración selvático, en donde impera la ley del más fuerte, o del más desvergonzado, o del más caradura… Formaríamos los piquetes de “acoso a los que nos toman el pelo”.