viernes, 23 de noviembre de 2012

¿Ya estás aquí otra vez?

Y te irás otra vez, sí. Cuanto antes mejor. Pero te conozco demasiado bien, no me soltarás hasta haberme sorbido toda la sangre, toda mi ansia de vivir.

¿Un simple y pequeño tropiezo, y te cuelas y te adueñas de todo? Pues vale. No soy una máquina perfecta. Es un error muy común intentar mantener siempre el mismo nivel de ánimo, día tras día. En ocasiones no me percato de ello, y empiezo a quemar las naves para mantener dicho nivel, sea a costa de lo que sea; por tanto la caída posterior será más grande y dolorosa.

Pero siempre me levantaré y volveré a tender a mi perfección, a mi humilde proyecto del día a día.

¿Colocas un cristal gris allí donde intento ver luz? Pues vale. Sé que al final lo quitarás, y entonces la luz entrará con más fuerza que nunca en mí. Y aunque sé que volverás a ponerlo mucho más adelante, intentaré que los momentos de luz sean más intensos. Que esperarlos sea el principal motivo de mi resistencia a tus embates.

¿Desvías mis razonamientos hacia los rincones más hundidos? Pues vale. A veces ahí también se encuentra la luz. A veces es necesario bañarse en la oscuridad más tangible para rehacer los ojos y apreciar pequeños brillos allí donde no es posible distinguirlos por la refulgente luz que creo es mi motor diario.

Y subiré, y volverá a alumbrarme, pero ahora sin mirar fijamente y prestando más atención a los detalles.

¿Me bloqueas mental y casi físicamente? Pues vale. Si me quitas las fuerzas, no sirve de nada pelear. Adelante, cébate en mí, quítame la sangre, como decía al principio. No voy a intentar pelear porque estás tan metido en mí, tan infiltrado, que veo las ramificaciones de tu hediondo líquido por mi parcela, mi cuerpo y mi fantasía.

Pero también sé muy bien que te irás, y que cuando te vayas, te llevarás contigo todo eso, y me dejarás como nuevo, listo para que lo invada la luz, la alegría y las ganas de vivir y de compartir.

¿Te cebas en mis pasos en falso, en los dos pasos atrás que debo dar por cada tres que doy de buena gana? Aunque hayan transcurrido un mes o veinte años. Pues vale. Cada intento que hago de conocer gente, de entablar una simple conversación, ya es un paso valioso en sí. Si lo di por instinto, si me lancé al vacío sin distinguir el fondo ni sus límites, eso que me queda, el paso en sí, y no podrás quitármelo. Igualmente cada decisión que tomo, y que con el tiempo se revela el error y que tú intentas magnificar, es parte de mi condición de no-máquina. Aparte, incluso las máquinas también se equivocan, sólo que ellas siguen machaconamente a su ritmo pese a que se autodestruyan al estar con sus rígidas condiciones de funcionamiento alteradas.

No tienes ningún poder sobre mí, excepto quizás el ser parte indivisible de mi forma de ser.

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miércoles, 2 de mayo de 2012

Juegos de guerra.

Llevaba tiempo con la idea de escribir algo sobre esto. Hace algunos meses me dí de alta en Team Fortress 2, un juego multijugador con múltiples opciones de equipamiento, habilidades, resistencias, debilidades, caracterizaciones, armas, defensas y demás. Para jugar ahí se debe poseer una cuenta en Steam, que habilité hace algunos años cuando adquirí un paquete cuyo atractivo principal por aquel entonces era “Half-Life 2”, un juego de ciencia-ficción ambientado en una cruel dictadura y personificando a un científico gafe que en la primera parte, “Half-life” (a secas) había supuestamente desencadenado los cimientos de dicha dictadura. Este juego me absorbió durante mucho tiempo, fascinado por la lucha a cuatro bandas: por un lado la resistencia, partisanos médicos, científicos y mecánicos, donde estaba el protagonista; por otro la alianza, soldados uniformados y bien equipados y robots duros y letales; por el tercero los zombies y los bichos viola-cabezas que provocan el cambio, y por el cuarto las hormigas león, insectos del tamaño de mastines que surgían de la arena, con sus tremendas “guardianas” al frente. Lo jugué y lo volví a jugar hasta que sus limitaciones me constriñeron, se hicieron demasiado repetitivas, previsibles y evidentes.

Cuando adquirí el paquete, en él se incluía Team Fortress 2, y lo activé y lo probé, no quedando nada convencido del resultado, comparado con otros juegos de que disponía entonces. Lo dejé aparcado, hasta que hace poco lo retomé y me impliqué a fondo: me hice hasta donde pude con las habilidades y limitaciones de cada personaje (nueve en total), favoreciendo a unos y sintiéndome incómodo con otros.

Como es multijugador, nunca acaba, no como los mencionados en el primer párrafo (Half-life 1 y 2, Doom 3, Quake 4, Wolfenstein, y todos sus “mods” o derivados), con principio y final, niveles cada vez más difíciles conforme se avanza, armas nuevas, enemigos más duros.., pero cuando se llega al final, se acaba. Ya no hay más. En cambio, en multijugador nunca se acaba. Se está en el mismo nivel, o se avanza todos juntos, o en dos equipos, o todos contra todos, etc., pero cuando se completa un nivel, se repite desde el principio o se toma otro mapa.

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Hasta aquí normal. Si se puede llamar normal esta afición que da mucho de sí pero no es productiva ni socialmente valorada.

Pero un servidor, en su… fantasía, sensibilidad, empatía… no sé muy bien cómo llamarlo, se quedaba cada vez más y más impresionado con cada juego que estrenaba, con cada nivel que alcanzaba, con cada mapa que se abría ante él… Entre las cuatro insípidas paredes que es su vida actual, eso significaba lo que para muchas otras personas un viaje a un lugar exótico, un descubrimiento alucinante, una persona recién conocida que le remueve algo especial, un trabajo o proyecto nuevos, una ilusión planteada… Y no podía sustraerse al encanto de explorar todos y cada uno de los rincones que presenta un mapa, por oscuro y complicado que sea, con sus secretos, sus sustos, sus dilemas o acertijos, y quedarse literalmente fascinado ante la visión de algo nuevo, hasta que se hacía con él y seguía forzosamente adelante… En “Doom 3” por ej., probar todas las combinaciones posibles para abrir un armario o sala especial; en “Half-life” dejarse llevar por el vértigo al entrar en una dimensión alienígena con reglas de la gravedad distintas y con paisajes extraños, casi oníricos; en “Half-life 2” sentir el apoyo de compañeros, que aunque sean cachos de programas puros y duros, le ayudan o mueren a su alrededor, se siente con la responsabilidad de llevarlos a salvo; en “Team Fortress 2” ser parte de un equipo, con compañeros mucho más hábiles que el, pero que con su modesto apoyo (como médico por ejemplo), se puede ganar y saborear la victoria en grupo sin ningún tipo de complejos, siendo caballeroso con los vencidos y no matarlos ni dañarlos entre el fin de la partida y el comienzo de la siguiente, o bien si se es vencido, esperar que los vencedores no le hagan daño ni se regodeen mucho en ese mismo periodo…

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Todo esto viene a cuento de lo que significó para mí la reciente descarga de un nuevo juego, “Call of Duty Modern Warfare” (más bien una demo caducable… el juego original cuesta un riñón, y eso que es un versión multijugador de “Call of Duty”, otro juego que ocupa lo suyo, tiene mucha solera detrás y es más caro aún). Follajes, ruinas, armas, movimientos, equipos, realismo… la madre que los parió, qué agobio. Se cumple la premisa de no ver al enemigo que me domina y me mata. Así como en los juegos anteriores se ve al enemigo, o se distingue, o incluso se presiente, aquí no. Pero esto es parte del juego, y como tal se asume.

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Lo que ya no veo tan bien es la banalización de la guerra. Jovencitos con sobrepeso, pálidos, ojerosos, solitarios y malhumorados que juegan a ser auténticos soldados entrenados que sudan, matan y mueren en batallas. Que no sufren en absoluto el miedo, el frío o el calor, el dolor de las heridas o mutilaciones, el cansancio, el esfuerzo, el hambre, la sed, la falta de sueño, la presión, las pérdidas de compañeros, la mala organización del mando, suministro o fallo de las armas, su peso, limitaciones y mantenimiento; el abuso de poder, ineptitud y corrupción de oficiales y suboficiales, y tantos y tantos otros traumas que se dejan de lado.

Qué cosas, pensé. Juegos de guerra así tienen éxito tremendo, y juegos eróticos o sexuales son censurados y no tienen ni la décima parte del éxito y el desarrollo que tienen los anteriores.

Si a todos esos jugadores los llevaran a un campo de batalla real, ¿en qué pensarían? ¿se lanzarían al combate con toda alegría como en el juego, o se mearían encima y llamarían a su mamá?

Estaría bien que las futuras guerras se libraran ahí, en el campo virtual. Nada de sangre, ni combate cuerpo a cuerpo, ni sufrimiento, ni muertes… Sólo bits contra bits.

lunes, 2 de abril de 2012

Un ahora y un después.

El niño cogió un puñado de arena, y se quedó asombrado notando cómo se escurría de su manita pese a pretar con todas sus fuerzas, intentando retenerla.

La madre, a poca distancia, percibía su asombro, lo que le proporcionó más placer y relajación que estando tumbada al sol. Casi tanto placer como ver al padre, su marido, montando un castillo de arena al lado del niño.

Era la primera vez que el niño iba a la playa con sus padres. Y aunque ya conocía la arena, nunca había sentido ese tipo de arena. Seca y húmeda a la vez, caliente por arriba, pero cuando metía sus dedos, la percibía fresca. Además de resbaladiza y deliciosamente manejable. Su padre se lo demostraba, montando una pequeña torre y dándole forma. El niño avanzaba su manita y la deshacía, y el padre volvía a darle forma, con una sonrisa que al niño le pareció que brillaba más que el sol.

Estaban los tres tan embebidos, que no notaron que la gente de alrededor se fijaba discretamente en ellos. Pese a haber otros muchos niños jugando, padres con ellos, ancianos bajo sombrillas, alguna que otra embarazada, jóvenes atractivos exhibiéndose e intentando seducirse, el cuadro de aquella simple familia irradiaba una paz y una tranquilidad que, sin quererlo, iba copando la atención.

Ambos padres jóvenes, atractivos, y el niño, regordete, sanote, con carrillos sonrosados, recién aprendía a andar. Cuando se ponía a ello en la arena, su torpeza y novedad en ese medio provocaba unos balanceos que cualquiera iría de buena gana a ayudarle, pero eso era potestad de los padres. Privilegio que algunos suspiraban por disfrutar de aquellos instantes tan especiales…

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