lunes, 2 de abril de 2012

Un ahora y un después.

El niño cogió un puñado de arena, y se quedó asombrado notando cómo se escurría de su manita pese a pretar con todas sus fuerzas, intentando retenerla.

La madre, a poca distancia, percibía su asombro, lo que le proporcionó más placer y relajación que estando tumbada al sol. Casi tanto placer como ver al padre, su marido, montando un castillo de arena al lado del niño.

Era la primera vez que el niño iba a la playa con sus padres. Y aunque ya conocía la arena, nunca había sentido ese tipo de arena. Seca y húmeda a la vez, caliente por arriba, pero cuando metía sus dedos, la percibía fresca. Además de resbaladiza y deliciosamente manejable. Su padre se lo demostraba, montando una pequeña torre y dándole forma. El niño avanzaba su manita y la deshacía, y el padre volvía a darle forma, con una sonrisa que al niño le pareció que brillaba más que el sol.

Estaban los tres tan embebidos, que no notaron que la gente de alrededor se fijaba discretamente en ellos. Pese a haber otros muchos niños jugando, padres con ellos, ancianos bajo sombrillas, alguna que otra embarazada, jóvenes atractivos exhibiéndose e intentando seducirse, el cuadro de aquella simple familia irradiaba una paz y una tranquilidad que, sin quererlo, iba copando la atención.

Ambos padres jóvenes, atractivos, y el niño, regordete, sanote, con carrillos sonrosados, recién aprendía a andar. Cuando se ponía a ello en la arena, su torpeza y novedad en ese medio provocaba unos balanceos que cualquiera iría de buena gana a ayudarle, pero eso era potestad de los padres. Privilegio que algunos suspiraban por disfrutar de aquellos instantes tan especiales…

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