viernes, 28 de febrero de 2014

“Me voy a la cama…”

La puerta se abrió y entraron ambos casi de espaldas, diciendo adiós con la mano. Una pareja de jóvenes, hombre y mujer, atractivos, vitalistas, alegres, de clase alta, como atestiguaba la mansión en la que habían entrado.

Los dos vestían de gala. Él, con fajín, lazo-corbata negro y chaqueta estilo rey Alberto. Ella, con un vestido blanco marfil con motivos de pedrería entallado hasta medio muslo y amplios faldones de cola corta.

En el vestíbulo, nada más cerrar la puerta, ambos suspiraron. Ella cerró los ojos, infló los carrillos de forma sostenida y se pasó las manos por las sienes y la frente. Él, en cambio, sólo alzó levemente una ceja, sin variar apenas el sempiterno rictus de su cara. Ni siquiera transmitía un ápice del cansancio que sin duda soportaba a esas horas y que ella expresaba con toda soltura.

Apoyaron ambos sus espaldas contra la puerta y se dejaron escurrir hacia el suelo.

-Por fin…

-Sí, por fin.

-Qué paliza nos hemos dado hoy… Dormiría hasta pasado mañana seguido…

-Adelante, mañana es fiesta.

Ella volvió la cabeza. Admiró una vez más su porte, su aguante, su solidez. Se había aflojado el lazo, ni siquiera estaba deshecho; el resto en todo él permanecía inalterable. Le bastaría con ponerse otra vez de pie y estaría como cuando salieron, muchas horas antes. A ella en cambio se le notaban las ojeras y la palidez del trasnoche a través del maquillaje. Las eternas sonrisas mantenidas a lo largo de la jornada se cobraban su precio en un rictus levemente agrietado. Algún que otro mechón de cabellos ya se le escapaba del tenso y voluminoso moño que cubría su nuca, deshaciendo la simetría.

Se levantó de nuevo trabajosamente y se dirigió despacio a la escalera, mientras se quitaba un pendiente.

-Bueno, me voy a acostar ya.

El miró cómo andaba hacia la escalera y empezaba a subir peldaños. A medio tramo, algo terminó de fundirse en su interior, y soltó, incontenible.

-¡Espera…!

Ella se detuvo y se volvió, extrañada. Creyó haber oído mal.

bueno, me voy a acostar...

Creyó haber oído un tono distinto al acostumbrado en él. Siempre tan breve, tan certero y conciso, tan comedido en sus palabras. Tan duro y recto. Tan imperturbable.

Él no había variado su postura. Sentado en el suelo, piernas encogidas, brazos apoyados sobre las rodillas, indolentes, cabeza contra la puerta.

-Estás… preciosa.

En medio de las brumas del cansancio, ella soltó un rayo de luz en forma de sonrisa luminosa que pareció caer desde las alturas y rebotar sobre la gran roca de abajo cubierta de rocío.

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