viernes, 25 de marzo de 2016

Respuesta a "Yo sí leí 'Mein kampf'", de Arturo Pérez-Reverte.

A continuación copio/pego mi respuesta a una entrada que ha escrito A. Pérez-Reverte en su blog, un análisis más de los infinitos que pululan por ahí sobre la figura e influencias de Adolf Hitler.

Hola, don Arturo:

Empiezo por el final. Dudo mucho que los alemanes de entonces hubieran cambiado su voto aún habiendo leído ese libro, porque las circunstancias mandaban (revanchismo tras derrota de PGM y humillante tratado de Versalles, ruina, paro, hambre, etc.), y esto es algo que se suele olvidar a la hora de buscar culpables individuales del mayor desastre de la historia humana.

Tampoco hay que olvidar que ese hombre, por sí mismo, no hubiera conseguido gran cosa de no ser por los que le auparon, financiando generosamente su partido. De estos tampoco se habla nada, no aparecen en ningún listado asociado a él ni a su partido, porque entonces ya sí sería como para darse de cabezazos contra la pared. Conglomerados empresariales alemanes, británicos, franceses y estadounidenses, que temían la influencia cada vez más relevante del comunismo soviético, cometiendo el grave error de identificarlos con la izquierda europea occidental (alemana, francesa, italiana y española) que fluía por sí misma como reacción lógica contra las crisis sociales que sufrían todos esos países (miseria, hambre, trabajos duros y precarios, corrupción, desidia burocrática y política... vaya, ¿de qué me suena todo esto ahora...?). Así que de tanto que alimentaron al monstruo para aplastar y contener todo eso (el partido y por ende, el líder y todos sus siniestros seguidores ocupando puestos clave), que creció y se volvió contra ellos (vaya, ¿de qué me suena esto también? la misma idea que han llevado a cabo durante estos últimos años en oriente medio).

Así que ya está bien de hiperdemonizar a una figura histórica con nombre, apellido, padre, madre, cara y bigote. Ese hombre, igual que los demás tiranos sanguinarios del siglo pasado, no habría estado allí sin el apoyo de los cientos o miles de personas que conformaron la base de la nefasta pirámide que los auparon a la cima. Si cada vez que se los menciona también se mencionaran quiénes los auparon, nombres de empresas solventes, figuras financieras como Ford o Rotschild, organizaciones sin control como la CIA (en el caso de Pol Pot), etc., creo que otro gallo nos cantaría.

Y sobre el libro en cuestión, bueno... estar encerrado en prisión da tiempo para hacer este tipo de cosas. A unos les da por leer, a otros por trabajar la madera o pintar, a otros por trapichear, a otros por escribir cualquier cosa que se les pase por la cabeza. Es lo que tiene estar entre cuatro paredes todo el día, que se agarra con uñas y dientes a lo que les llena y creen que es el motivo central de su existencia.

Clasdal el hombre dragón e Irune la dura doncella (y IV)

(capítulo anterior)

Te despiertas muy confusa. Estás en el mismo lecho que el día anterior. A medida que pasa el rato, te van viniendo los recuerdos. El dragón, el hombre, el lago, el viaje, la isla, las mujeres, las conversaciones, otra vez el lago, la iniciativa, la sorpresa que causaste en él...

Oyes a lo lejos pasos, abrir y cerrar de puertas o armarios, chirridos de goznes... Te pones en pie, tomas la gran piel que te ha resguardado del frío, te cubres los hombros con ella y andas descalza a la puerta.

La abres con no poco esfuerzo. El pasillo está a oscuras, pero oyes los ruidos más nítidamente. Coges un madero de la hoguera y te adentras. Vas a una puerta, la abres y dentro está oscuro.

-¿Ya despierta? -dice Clasdal desde dentro.

-Sí... ¿dónde estás? -introduces el leño encendido para ver.

-Ahora voy... Estoy ordenando un poco todo esto.

-¿Lo haces a oscuras?

-Sí, puedo ver en la oscuridad. Vuelve al lecho, Irune. Enseguida iré contigo, te llevaré leche, queso, pan blanco y miel.

Obedeces. En el dormitorio, te detienes ante el bronce bruñido que hace de espejo y te ordenas un poco el pelo.

Se te cae la pesada piel de los hombros, y contemplas tu cuerpo desnudo. Sorprendentemente, no tiene las huellas que esperabas, ni siquiera las que guardabas del viaje a la isla. Razonas que el baño en las nieblas del dragón con jaruña te ha reparado todas las cicatrices y moratones.

Se abre la puerta y entra Clasdal, portando viandas. Te cubres de nuevo y te acercas a la roca plana cerca de la hoguera. Allí Clasdal remueve un pequeño caldero y te sirve un cuenco de leche caliente. Masticas a dos carrillos, hambrienta.

Clasdal se sienta cerca de la hoguera, mirando el fuego. Miras su perfil mientras comes. Algo salta en tu interior cuando se gira y clava su intensa mirada en ti, pero lo disimulas. Ahora te cuesta algo menos.

-Te dormiste y te traje aquí.

-Me cuesta recordar cada vez que despierto...

-Sí.

-¿Le pasa lo mismo a todas las mujeres que tomas?

-En mi isla no.

-Sí... Tu isla... ¿porqué no vives en ella? ¿porqué no vives allí y dejas... dejas existir a mi pueblo y sus alrededores?

-¿Tú quieres que lo haga?

Tardas un poco en contestar.

-No. Ahora no.

Terminas de comer. Retiras los restos mientras retienes un buche de leche en tu boca para limpiártela. Al terminar te sientas cerca de la hoguera.

-Pero tampoco puedes... retener a la gente en el pueblo, sin poder viajar a los pueblos cercanos, ni impedir que la gente de esos pueblos viajen al nuestro.

-Necesitábais eso. He visto otros pueblos con el paso del tiempo, y si seguíais así, habríais acabado matándoos todos. Tú incluida. Así que os asedié para que os uniérais contra mí.

-¿Y cuánto va a durar esto?

-Cuando vea que dejáis la envidia, la avaricia y la vanidad entre vosotros lo suficiente como para retomar el trabajo duro en comunidad y podáis subsistir honradamente por vosotros mismos.

-¿Y cómo lo van a saber?

-Bajarás entre ellos y se lo dirás.

-¿Y después?

-Puedes volver conmigo a mi isla y unirte a mi harén.

-¿Todas esas mujeres provienen de pueblos que estaban en decadencia y...?

-Sí. Excepto Galina y Enie. A una la salvé de un barco naufragado, y a la otra de una turba de su propio pueblo que quería quemarla en la hoguera.

-¿Porqué querían quemarla?

-Porque no quisieron escuchar el aviso que les transmitía de mi parte.

-¿Qué les ocurrió?

-Arrasé sus casas, los convertí a todos, hombres, mujeres y niños, en cenizas, y después junté las nubes encima, y provoqué una lluvia torrencial que acabó con todas las huellas. No quedó piedra sobre piedra, y ahora están todas desparramadas y cubiertas de árboles y matorrales.

-¿Eso les pasará a los míos si... si los demás se vuelven contra mí?

-Sí.

No juzgas. Tus padres siempre te han tenido como una sirvienta en tu casa. Nunca te han manifestado cariño. De niña, muchas veces te has ido a la cama con hambre, y has tenido que robar comida para subsistir. Las palizas, tanto a ti como a tus hermanos, los abusos a los que te han sometido tus hermanos mayores, quitándote la comida para comérsela ellos...

-¿Por eso me has elegido a mí y no a otra?

-Sólo por eso, no. No eres la única que lucha contra sus familiares para vivir, pero sí eres la única que siente piedad por alguien, por tu hermano pequeño. Le defiendes, le das parte de tu comida cuando llora, le acompañas en sus noches, le arropas y juegas con él, haciéndole reír.

-¿Morirá si... si mi pueblo se vuelve contra mí en los días siguientes a mi vuelta?

-Si tu pueblo se vuelve contra ti, si te arrastrasen y te cortasen la cabeza en la plaza pública, ¿tu hermano pequeño sobreviviría?

-No.

Guardáis silencio largo rato.

-Pero si me salvas, ¿le salvarás también a él? ¿le podré llevar conmigo?

Despacio, vuelve su cara hacia ti, y clava sus ojos en los tuyos, implacable.

-No.

-Entonces quiero quedarme en el pueblo con él. Y quiero que el pueblo, y mi familia, padres y hermanos, todos ellos, sepan que si me hacen daño a mí o a mi hermano pequeño, si nos quitan la comida, si nos roban nuestros bienes, tú les arrasarás por completo.

-¿Quieres ser la reina de la región?

-Sí. Viviría en la torre Sanglar, tendría como sirvientes a la familia Sanglar, sus bienes pasarían a ser míos, tomaría a los primogénitos de todas las familias como guardia del exterior, y si alguno de ellos atenta contra mí, tú asolarás el pueblo y sus alrededores. Vendrías como dragón algunas veces para recordarles a todos la amenaza. Vendrías a por mí, me traerías aquí, te amaría en las nieblas del dragón con jaruña, y luego me devolverías a la torre Sanglar. Cobraría diezmos para que mi hermano y yo viviéramos con soltura y comodidad. Pasearía por el pueblo, ordenaría qué deben hacer y qué no hacer para que todos vivan bien y en paz. Impartiría justicia, escucharía a todos, haría que todos aprendieran a leer y a escribir...

lunes, 21 de marzo de 2016

Clasdal el hombre dragón e Irune la dura doncella (III)

(capítulo anterior)

Tú te quedas anonadada. Todo cuanto te dice va iluminando tu memoria a fogonazos, y por cada recuerdo, te recoges más aún. Cuando te quedas sola, te relajas. Lentamente, tus manos acarician aquellas zonas en los que sientes las marcas. Y en efecto, descubres arañazos, moratones, marcas de dedos...

Te desperezas lentamente y te acercas a un bronce bruñido, en una pared. A la luz de las antorchas y la hoguera, vas descubriendo las marcas. En tu espalda, tus brazos, tus muslos, tus pechos, tus hombros… Chupetones, mordiscos, arañazos, tanto de uñas como de dedos, zonas amplias todavía al rojo vivo, sobre todo tus glúteos…

Recuerdas la unión con Clasdal en el claro de la noche. Su tremenda fuerza, los músculos tensos como las gruesas maromas de las que cuelgan la enorme campana de la torre de la iglesia, sus dedos hundiéndose en tus glúteos, ya que te apoyabas ahí, pese a rodear su cuerpo con tus muslos y su cuello con tus brazos… Cintura de roble que no cedía un ápice a la intensa presión de tus muslos, cuello de toro que te daba la confianza suficiente como para colgarte ahí con todo tu peso, espaldas amplias que nunca terminabas de abarcar ni arañar con tus manos, pecho hinchado y macizo que no cedía ante tus abundantes puñetazos, brazos de roca que no se inmutaban lo más mínimo aún cuando te recostabas largo rato en ellos, ofreciéndole tu vulva a su cara, y te relajabas porque no hacía falta mantener el equilibrio… Y sobre todo, sus manos… callosas, potentes, capaces de cerrarse en torno a tus brazos y tobillos, abarcar tus rodillas, muslos o glúteos, y sin embargo, delicados y suaves al acariciar tus senos, cara y cuello…

Vuelves a la cama, desperezándote como un gato. Tus articulaciones crujen. Expandes tus pulmones al máximo, te estiras hasta no poder más, retuerces el cuello, hundiendo la cabeza en el jergón, aguantas la respiración… hasta que te sueltas, exangüe y con los ojos cerrados…

Al rato, oyes pasos y golpes en la puerta, pero tú ni te inmutas. Clasdal te llama, pero al no recibir tu respuesta, entra. Algo en tu interior sonríe al imaginar su sorpresa, pero sigues igual.

Notas su desconcierto, su no saber qué hacer, y te regodeas en ello, pero haces como que no va contigo.

Oyes sus pasos quedos rodeando el inmenso lecho, acercándose a tu cara. Se recuesta en la cabecera y, con delicado gesto, aparta el pelo de tu rostro, peinándotelo con los dedos. Su aliento cálido recorre tus mejillas, antes de sentir el raspado de su barba y la ternura de sus labios en ellas. Lo hueles, intenso, casi inhumano, pero varonil.

-Irune… -musita en tu oído libre. –Irune…

Abres los ojos, lánguida. Percibes el brillo de intenso deseo de los suyos, su respiración, cada vez más entrecortada y siseante, sus labios temblorosos y húmedos, con la lengua repasándolos nerviosos… Y en un gesto rápido y algo torpe, pasas tu mano libre tras su nuca y lo atraes hacia ti, estampando su boca en la tuya, en un beso salvaje que bien podría competir con los suyos.

Pero él no colabora, sino todo lo contrario. Se zafa de ti con brusquedad.

-¡No vuelvas a hacer eso! –su voz es tronante, pero triste. –No vuelvas a hacer eso, por favor… No… no puedo…

Te despejas por completo y te incorporas.

-¿Qué no puedes? –Te asombra verle cohibido, contrito, frustrado. Clasdal, el poderoso e implacable hombre dragón, está recogido en sí mismo, como herido por el rayo.

-No puedo hacer el amor ahora.

-¿Por qué no?

-Porque soy un hombre dragón… Te lo dije antes, y te lo repetí en la isla: Sólo en la isla puedo hacer el amor a las mujeres sin… sin matarlas.

Te mira de frente. Sus ojos brillan de tristeza y frustración. Recorren todas tus curvas, y se reprime con un quejido, apartando la cara.

-Apenas me ha dado tiempo de tragarme mi propia saliva antes de que… -Se fija en tu boca, y asoma en su cara una expresión de alarma. Señala una comisura. -¿No te quema?

Te tocas la zona afectada. En efecto, te escuece como mil demonios. Y tu lengua, y tus encías, empiezan a inflamarse. Te quejas. Clasdal se levanta rápidamente y sale corriendo. Te acercas al bronce bruñido, y entre las aguas, distingues zonas al rojo vivo en tus labios y en tu lengua, que se van abriendo a simple vista, dolorosas. Clasdal trae consigo un recipiente vacío y un vaso.

-Toma, enjuágate rápidamente con esto… Te calmará…

Obedeces, y escupes en la palangana vacía. Notas cómo el escozor remite en cuestión de segundos. Te acercas al espejo, y, en efecto, las llagas abiertas desaparecen por completo.

-¿Qué es? –preguntas, señalando el recipiente.

-Agua del estanque de las nieblas del dragón con un jarabe de una fruta de mi isla… Cura todas las heridas a flor de piel. Las uso sobre todo cuando salgo de caza, cuando defiendo mi territorio, cuando ataco cuadrillas armadas de soldados, en barcos en alta mar o en torres en ciudades y pueblos. Las pocas heridas que me provocan sus flechas desaparecen en cuanto me doy esto…

Tú entrecierras los ojos, con astucia y decisión.

-¿Cuánto jarabe de esa fruta tienes aquí?

-Tres barrilitos de quince onzas cada uno… ¿porqué?

-¿Me los puedes enseñar, por favor?

Clasdal afirma con la cabeza, perplejo, y sale. Vuelve al cabo de un rato, portando consigo tres tonelitos de apariencia delicada. Toma uno y lo abre delante de ti. De su interior sale un aroma embriagador a jarabe de fruta que en cuestión de segundos invade todo el recinto. Metes un dedo ahí y lo pruebas.

-Está muy bueno… ¿Sólo tienes estos?

-Aquí sí. De mi isla puedo conseguir más… ¿porqué?

-¿Cuesta mucho de preparar?

-Algo... Lo prepara Enie en cinco jornadas.

-Dámelo –y casi se lo arrebatas, resuelta. Te diriges a la salida, sin dar explicaciones.

-Irune, ¿no deberías vestirte…? Hace frío ahí fuera.

Ni te dignas detenerte. Clasdal se queda asombrado por tu iniciativa y soltura. El que ha aterrorizado a miles de personas, que ha provocado inmensos destrozos, que su sola presencia imponía el pánico en ejércitos y castillos armados hasta los dientes, se siente subyugado por ti. Te sigue, intrigado. Tras asomar a la caverna principal, te guías por el brillo, y os encamináis al estanque de las nieblas del dragón.

Te detienes, pasmada ante la belleza del agua resplandeciente, como si las rocas y arenas del fondo brillasen. La luz se descompone en caprichosas estelas de arcoíris que se reflejan contra el techo. Te arrodillas y metes tu mano en el agua. La notas tibia. Miras a Clasdal, que permanece a la espera.

Con gesto decidido, vuelcas el barrilito sobre el agua. Clasdal abre mucho los ojos, pero no dice nada. Enjuagas el recipiente y lo dejas al lado, mientras ves cómo el jarabe vertido forma una mancha entre tanta pureza cristalina. Metes un pie, removiendo. Avanzas. El agua te llega a las rodillas. El jarabe ya se ha extendido por casi todo el volumen del agua. Los brillos se apagan levemente, saliendo velados, dotando a la atmósfera de un ambiente más cálido y desdibujado.

Sigues avanzando. El agua te llega a las caderas. Sientes un escalofrío al bañar tu intimidad. Te restriegas la vulva con la mano, asegurándote de que llene hasta el más recóndito de tus pliegues. Una sensación aterciopelada y mullida invade tus mejillas y tus pechos, y te los acaricias, intentando retenerla. Clasdal, a tus espaldas, resopla. Prolongas tus caricias hacia tu pelo, levantándolo, exponiendo tu nuca al hombre. Le miras de reojo. Sus manos están nerviosas, sus ojos desorbitados, sus hombros tensos. Te arrodillas, sumergiéndote en las aguas por completo. Te alzas despacio, chorreando, y te das la vuelta.

-Desnúdate.

-¿Qué? –pregunta Clasdal, sacudiendo la cabeza.

Te acercas a él, pero se echa atrás, hasta que topa con la pared.

-Que te desnudes…

-¿Estás loca? –te sujeta las manos, que empiezan a desvestirle -¿crees que lo que acabas de hacer con el jarabe de jaruña te protegerá…?

-Si dos enjuages me bastan para curarme la boca, sí…

-¿Y qué pretendes? ¿hacer el amor aquí, y cuando te sientas herida, separarte de mí y bañarte, para volver en cuanto estés curada…?

-No –sonríes con sugerencia. Señalas el agua –Quiero hacerte el amor ahí dentro…

Clasdal abre mucho los ojos, asombrado.

-Quiero tocarte, acariciarte, besarte, lamerte, estimularte y poseerte en las aguas de las nieblas del dragón, de tus nieblas, hombre dragón…

El asombro de él aumenta más aún, si cabe. Tanto que no reacciona ante tus actos. Comienzas a desatarle el jubón, las calzas, las botas, cuanta trabilla esté al alcance de tu mano. Conforme vas desnudándole, sientes deseos de acariciar su enorme torso oscuro, musculoso, peludo, con su fuerte olor. Sus brazos, con la tensión de la sorpresa manteniéndolos contra la pared. Sus muslos, gruesos como troncos, y su entrepierna, colgante, diminuta, negra, casi escondida entre su abundante y recia mata púbica. Tu respiración se vuelve irregular al apoderarte de su miembro y tirar de él, estimulándolo sin miramientos.

Pero él no reacciona. Permanece pegado a la roca, todavía con los ojos muy abiertos y los labios prietos. En cierto momento en que pegas tu oído a su pecho, te detienes, asombrada por lo profundo de su respiración, casi como una vigorosa brisa dentro de una cueva, y los latidos, como un recio y apagado tambor, con sus resonancias. Te recuerda al instante al enorme fuelle del herrero y sus martillazos oídos de lejos, cuyas manos tiznadas soñabas de pequeña que te acariciaban sin saber porqué. Esta asociación te excita más aún.

Consigues despegarlo de la pared y meterlo en el agua. Le mojas, frotando con tus manos sus poderosas formas, y el vello oscuro se vuelve brillante, broncíneo. A duras penas consigues remojar sus cabellos, de tan alto que es, con la poca agua que consigues retener entre tus manos hasta la cabeza. Al fin se arrodilla y se sienta en el lecho del estanque, relajado, dejándose hacer.

Entonces ya es todo tuyo. Terminas de mojarlo bien, todos sus recovecos: le levantas los brazos, le lavas las axilas y los ijares, el cuello, la cara, insistes en sus ojos y sus mejillas con algo de risa, regañándole por ir tan sucio, y te sientas a horcajadas sobre sus muslos. Le abrazas y mueves tu pelvis, incitante, removiendo el agua; su respuesta no se hace esperar.

Primero leve, después inflada. Miras hacia abajo. La punta asoma en el agua, clavándose en la piel bajo tu ombligo.


Le miras con deseo y te deslizas sobre su torso serpenteando hasta su miembro, dibujas con tu lengua lentamente desde el pecho hasta llegar a sus testículos y allí te llenas del olor de su virilidad que te embriaga hasta un punto sorprendente.

Hundes con tus manos su cuerpo para que el agua lo cubra y sigues con tu lengua el curso del agua como una gota resbalando desde la punta hasta el nacimiento del vello.

Notas en Clasdal el deseo transmitido en la hinchazón cada vez más pronunciada. Sigues despacio, saboreando la reacción de cada movimiento de tu lengua, notas que la impaciencia de culminar el acto se apoderan de Clasdal y con una mirada haces que se calme.

Tu lengua aun no toca la punta de su sexo. Acercas tu boca lentamente sin tocarle y tu respiración pegada a él tensa más aún su piel, rozas con la lengua, descubierta totalmente y la excitación es máxima, asomaba de pura excitación un hilillo, cuyo sabor te enloquece e introduces en tu boca, casi no te cabe, pero las ganas de notarla dentro y ver cómo Clasdal se retuerce son superiores a todo lo demás.

Tus babas cada vez más abundantes le hacen brillar de una forma realmente apetitosa. Te enjuagas la boca para que remita el escozor incipiente. Vuelves a sumergirle en el agua, te sientas sobre él, despacio, notando sus pliegues, sus formas y su volumen abriéndose paso en ti.

Apoyas tu espalda en sus pectorales, y por primera vez notas sus manos recorriendo tus ijares. Son sorprendentemente tiernas, cuando esperabas lo contrario.

Tus entrañas acogen al rígido intruso con ternura; mientras él siente que se abre paso en ti, tú le cedes tu espacio íntimo. Es una de las cosas que más te gustan en esos encuentros. Mueves tus caderas en leve vaivén al bajar,

Sientes sus dudas en sus manos, sus esfuerzos por no ir demasiado deprisa, su alerta ante cualquier mínimo gesto de dolor y rechazo, pero tú vuelves la cabeza y le dejas entrever tu sonrisa de lado, calmándole.

Cuando ya sientes que está por entero dentro de ti, que tus nalgas ya se apoyan en sus caderas, entonces te abandonas. Dejas que él soporte todo tu peso, se activa la memoria de tu cuerpo, que recuerda su tremenda fuerza y la confianza con que te manejaba… Sólo le ayudas en lo imprescindible para mantener el equilibrio sobre él, pero el resto, te dejas llevar.

Así, toda tú te sientes gelatina llameante rodeando esa estaca que parece ensartarte la espalda de arriba abajo a cada empujón. Del agua tibia, antes un sereno y limpio estanque, surgen olas cada vez más altas y caóticas, salpicándote hasta la cara.

Una quemazón parece devorar tu sexo. Te levantas, apoyando tus manos sobre sus duros pectorales, vaciándote por completo con un húmedo chasquido. El agua entra y baña todos tus pliegues, llevándose el escozor. Introduces tus dedos y los remueves despacio dentro de tu vagina para ayudar. Tu vagina, sensitiva, tierna, mojada, abandonada a tu placer, confunde éste con el supuesto dolor, costándote distinguir con claridad dónde empieza el uno o el otro.

A tu espalda, Clasdal coloca sus ambas manos sobre tus pechos, masajeándotelos con delicadeza. Te pellizca los pezones, juguetea con ellos, los rueda entre sus yemas, traviesos. El contraste entre las oscuras y nervudas manos destaca la palidez sonrosada de tu escote. Los pechos se te vuelven de piedra, como si no fueran parte de tu cuerpo, sienten por su cuenta y envían caóticos impulsos a tu cabeza…

Cuando juzgas que te has recuperado, bajas casi de golpe. La ola de placer que te recorre de abajo arriba es tal, que, unida al golpe del agua y su consiguiente ola, pareces reventar, y gritas entre jadeos.

Con cierta dificultad cambias de postura. Él capta tu deseo y te ayuda. Giras sobre él, quedándoos cara a cara. De ésta te llama la atención sus párpados, luchando entre cerrarse con fuerza o mantenerse abiertos. Su boca, cerrada con fuerza, y sus ojos, negros, grandes e intensos como pozos sin fondo. Las aletas de su nariz se cierran y se abren como un potente fuelle...

De repente una alarma parece encenderse en él. Clasdal te coge y te levanta sin consideración, saliendo de ti por completo. El agua entra en tu vagina, llenando con su tibieza el vacío que deja, y su miembro viril, reclinado sobre su peludo abdomen, expulsa un río incontenible de un líquido espeso con tal ímpetu que algunas gotas saltan más allá del agua, manchando su pecho y parte de su cara. El resto se desperdigan en el agua, peleando contra ella y creando pequeñas burbujas a su paso, burbujas que suben a flote y se abren soltando pequeñas bocanadas de humo...

Contemplas todo eso asombrada, quieta, incrédula. Clasdal te sostiene en sus manos mientras todo su cuerpo se retuerce bajo ti. Pasas un dedo por una de esas gotas, y al instante notas que te escuece y te quema. La piel de las yemas de tus dedos se abre al rojo vivo, y cuando el dolor es insoportable, metes la mano en el agua, aliviándote al cabo de un rato.

Clasdal recupera la compostura, sin dejar de sostenerte con sus manos, manteniéndote alejada de su cuerpo. Su respiración se acompasa. Recuperada de la sorpresa, tomas la iniciativa. Lavas su pecho y su cara de las huellas de su semen altamente corrosivo con abundante agua. Él mantiene sus ojos cerrados, dejándose hacer.

Cuando has acabado te recuestas sobre él, cierras los ojos, te sientes acunada por su profunda respiración, y dejas que la calma y el sueño que emanan de él haga efecto en ti...

(capítulo siguiente)

viernes, 18 de marzo de 2016

Clasdal el hombre dragón e Irune la dura doncella (II)

(capítulo anterior)

Cuando te despiertas, te sorprende encontrarte en una cama de plumas blancas y suaves, la sensación de plenitud y tranquilidad te produce una despreocupación que no es común en ti. La desconfianza en el pueblo te estresaba tanto que tus reacciones eran fruto del inconformismo y del malestar que te producía.

Clasdal está sentado a tu lado, contemplándote con serenidad.

-Llevas dos días dormida.

-¿Dos días? –preguntas, incrédula. Te recoges pudorosamente, abrazándote a la manta.

-Te he traído miel, queso, fruta y leche –señala con la barbilla la roca que se alza justo enfrente.

Se apoya sobre una mano para levantase, pero tú le agarras.

-Espera, ¿qué ha pasado en estos dos días? Me pareció un sueño de apenas unas horas pero los recuerdos son tan reales...

-¿Qué recuerdas, Irune?

Te quedas pensativa, haciendo memoria de todo lo vivido en ese largo sueño.

-He soñado que volaba agarrada al lomo de un dragón. Viajaba por encima de pueblos, valles, mares, montañas, la visión era tan espectacular y tan intensa la sensación, que las imágenes vienen a mi memoria como… como fogonazos. En cambio, es tan real que aún puedo sentir la brisa en mi cara...

Después de un largo viaje, apareció ante mí el lugar que me mostraste, el dragón bajó ahora más despacio y me dejó sobre la hierba fresca.

Todas las mujeres se apresuraron intrigadas y juguetonas hacia mí, eran bellísimas, sus sonrisas y sus miradas eran infantiles, entre sinceras y despreocupadas.

Me cogieron de la mano y me acompañaron a un lugar donde me acicalaron, me peinaron y me cubrieron con aceites perfumados con suaves caricias.

Aguardas un momento en suspenso, pensando que quizás él se reirá. Pero Clasdal permanece inalterable.

-Cuando… cuando ya han terminado, se apartan y la mujer que repartía frutas en la visión de la bola de cristal se me acerca, desnuda y sonriente…


Dudas de nuevo, sientes que te ruborizas, y bajas la cara.

-Continúa –dice Clasdal, sin inmutarse.


-Eh… bueno… aquella mujer se arrodilló ante mí, y… -te llevas los dedos a las sienes, concentrándote. -A partir de aquí no recuerdo nada concreto… Sólo… placer, mucho placer… aquella mujer, su sonrisa, su voz… olía como a… rosas, frescas y húmedas… y… y… luego… un hombre desnudo y sonriente, cuya cara me resultaba familiar, pero era incapaz de recordar en qué, también se acercó, con su virilidad hinchada… se cernió sobre mí, me besó, me acarició… su piel olía fuerte, como a… almizcle… pero no era desagradable, más bien cálido y envolvente… al entrar en mí, ya no… ya sí que no recuerdo nada más… Lo siento –concluyes, con un ademán de disculpa.

Clasdal cabecea con determinación. Señala las viandas.

-Come. Necesitas reponer fuerzas. Mientras tanto, te contaré exactamente lo que ocurrió desde que te bañaras desnuda en el estanque de las nieblas del dragón.

Te habías poco menos que abalanzado a la comida, cuando te detienes, asombrada.

-¿El estanque de las nieblas del dragón…? ¿aquello eran… nieblas de dragón? ¿no es un mito? Cuando era pequeña, mi abuela me decía que existía un estanque que guardaba celosamente un dragón, y que sus nieblas llevan al paraíso al que entra en ellas…

Clasdal te conmina a comer con una leve sonrisa. Te cuesta reconocer en él al hombre rudo, arisco y autoritario con que te encontraste tras el rapto. Se sienta en un sillón al lado de la cabecera de la cama.

-Mientras tú te bañabas, yo fui a ocuparme de los prisioneros como se merecían según tu veredicto. Nada más entrar, empezaron a suplicar, a pedir piedad, a arrepentirse de todo cuanto habían hecho, a jurar que no lo harían más, que harían todo cuanto fuera posible para reparar el daño… tal era la energía con que suplicaban, que les dí a elegir: o morían tal y como tú habías dicho, o soltaba la macilénfa… algunos dudaron, pero otros cambiaron de idea casi al instante: morir tal y como has dicho tú. Los que dudaban se decidieron por la misma suerte, tanto terror les inspira ese animal… –Clasdal mueve un poco la cabeza –aunque no les culpo. A pesar de la enorme diferencia de tamaño, aspecto y agresividad, incluso un dragón tiende a apartarse de su camino… Bueno, a lo que íbamos: les hipnoticé, y al cabo de unos momentos, algunos empezaban a gritar, a suplicar, a intentar rechazar, o golpear, o correr… los más fuertes tardaron algo más, pero acabaron cediendo. Un rato más tarde, estaban idos, con los ojos en blanco, los cuerpos tirantes, las mandíbulas tensas, algunos se habían mordido las lenguas, o los labios, y sangraban por la boca. Les dejé así y volví contigo.

Fue un cambio agradable de visión. Ya te habías bañado en el estanque, y las nieblas se pegaban a tu alrededor mientras salías. Al verme, te ruborizaste, pero no ocultaste tus encantos. Te cogí de la mano, te llevé fuera, me transformé en dragón, te ayudé a montar y emprendí el vuelo.

-Espera… espera, por favor… -interrumpes tú con gesto respetuoso. -¿Monté en… en tu lomo de dragón… desnuda?

-Así es -Clasdal afirma con la cabeza. –Por supuesto, tuve cuidado de no dañar tu piel con mis corazas y escamas. Las nieblas del dragón no son simples nieblas. Todo el que se baña en ellas queda cubierto por una finísima capa que preserva la temperatura y protege contra el viento, por fuerte y cortante que éste sea, durante un buen rato… medio día aproximadamente. Luego se disuelve.

-¿Y ya está? ¿ése es el efecto mágico que tienen? –Clasdal afirma con la cabeza. –Entonces, lo que dijo mi abuela era un cuento… Decía que era la fuente de la eterna juventud, y…

-¿Me dejas continuar? –te interrumpe Clasdal, con un gesto insólito de ternura. Tú te detienes, asombrada. –Tu abuela no iba muy desencaminada. Como iba diciendo, emprendí el vuelo, un largo viaje por encima de las nubes, a gran velocidad. Atravesamos claros en donde veías pueblos, lagos, valles, montañas, mares, islas… El viento impedía que pronunciases palabra, no te habría oído, pero sentía tu curiosidad por saber por dónde pasábamos. No obstante lo emocionante del viaje, te dormías, así que volé más despacio, para que te acomodaras entre mis alas y durmieras. Al cabo de unas horas, el calor del sol en tu cara, la luz, hizo que te despertaras. Volví a volar despacio para que tu despertar no provocara un susto. Cuando me aseguré de que estabas ya despejada, volví a volar rápido. De todos modos, ya estábamos cerca. Descendí a una isla en medio del mar. Una isla volcánica, cubierta de vegetación verde, con flores y frutas como nunca habías visto antes. Aterricé en un claro y te dejé sobre la hierba fresca. Mis concubinas se acercaron, dispuestas a atenderte y servirte para que recuperaras fuerzas, darte tiempo para que terminara de disolverse la capa de la niebla de tu piel y explicarte cuantas dudas tenías. Mientras tanto, yo me aparté más allá y cambié a mi forma humana. Samar se quedó conmigo, para ayudarme y hacerme compañía. Cuando ya estuve bien, completo y consciente de mí mismo, le indiqué que te atendiera, que luego iría yo. Y, en efecto, cuando completé mi limpieza y abluciones y me acerqué, ella estaba a cuatro patas encima de ti, cubriendo tu cara con sus pechos… Según me dijo más tarde, ésa era la zona de su cuerpo que más te gustaba… Mientras, Pidra te complacía en la vulva con su lengua, su boca y sus dedos, y todas las demás, Igrenia, Lumbara, Orbri, Ferja, Drina, Gartina, Galina y Enie se ocupaban del resto de tu cuerpo. Al oír mis pasos, Samar se retiró de encima de ti. Estabas adorable: ojos entrecerrados, quejándote suavemente, intentando dar con tus manos y tus muslos tanto como recibías, el pelo formando una corola alrededor de tu cabeza… Drina, Gartina, Ferja y Orbri se apartaron para dejarme sitio. Me eché a tu lado despacio. Me puse de costado. Quería contemplarte de cerca, ver lo hermosa y receptiva que estabas, tu piel, cruzada de arriba abajo por olas de escalofríos, tus pezones, hinchados y oscuros, tu boca, húmeda, roja, incitante, la curva de tu cuello, tenso y abierto… Mientras las chicas que te atendían en ese costado pasaban a atenderme a mí, yo sólo tenía ojos para ti. Con mi mano libre te repasé despacio. Al llegar a tu boca y meterte los dedos, me miraste abiertamente. Parecías no reconocerme, pero por tu sonrisa, me aceptabas. Te besé en la boca, y de ahí empecé a recorrer todo tu cuerpo con mis labios y mi lengua. Notaba que reaccionabas a esas caricias, puesto que, deliberadamente, me había dejado barba de varios días y raspaba suavemente tu piel sensible, marcándola antes de besar y lamer esa zona. Llegué a tu vulva; Pidra se apartó y me dejó toda tu feminidad. Pero tú no te conformabas con recibir, también querías dar. Conminaste a Samar a que se sentara sobre tu cara y pusiera su vulva rosada al alcance de tu boca. Todas las demás se dedicaban a ti, sin excepción. Cuando ya bebí suficiente de tu fuente, me alcé y contemplé el cuadro, realmente excitante. Samar, de cara a mí, aprobaba con una sonrisa tu labor ahí abajo.  Y de todas las demás, Gartina y Lumbara  también recibían de tus manos en sus vulvas, introduciéndoles los dedos. Todas sonreían, complacidas.

Clasdal hace una pausa, respira hondo y se echa adelante, apoyando sus codos en las rodillas. Tú respiras entrecortadamente, al ir rememorando paso por paso lo que te describe.

-Pidra se ocupaba con la boca y las manos de mi miembro, que ya estaba hinchado a más no poder. A un gesto mío, todas se apartaron de ti. Alzaste la cabeza y miraste. Debió de gustarte una vez más lo que veías: un hombre desnudo con una cabellera oscura ondulando ante sus caderas, sus manos peinándola suavemente, mientras sus ojos se hundían en los tuyos… -Se toma otra pausa, entrecerrando los ojos, recordando. –Sí, todo un cuadro… como todo nuestro encuentro. Estuvimos especialmente inspirados, todos, ellas, tú y yo… –Sacude su cabeza, y continúa: -Aparté a Pidra con cuidado y gateé sobre ti. Sellé tus labios con un beso, mientras tú alzabas tus caderas, receptiva. Y entré en ti. A la primera, sí, pero despacio. No obstante, yo apenas sentí nada, de tan hinchado y tenso que estaba… Hacía tanto tiempo que no estaba con una mujer… Sólo cuando empecé a darte con fuerza, algún rato después, tras asegurarme de que no te causaba dolor, recibí las primeras oleadas de placer puro recorriendo mi espalda de abajo arriba; la primera especialmente intensa, ya que fue como una… un terremoto que sacudía las tierras apelmazadas largo tiempo sobre mi espina dorsal… -Clasdal resopla y oculta su cara hacia abajo. -Tú marcabas mi espalda con tus uñas de arriba abajo, y las clavabas especialmente en mi trasero. De tan tenso y acumulado que estaba por mi larga abstención, descargué en ti al poco rato, pero mi virilidad no cedió. Pues soy un dragón, y puedo estar así todo el tiempo que quiera. Y así estuve durante largo rato, casi hasta que se ocultó el sol…

Clasdal alza los ojos. Tú estás abrazada a tus rodillas, recordando detalle tras detalle, con los ojos entrecerrados.

-A pesar de que te ofrecías constantemente, caíste agotada. Aguantaste y disfrutaste hasta no poder más. Ya al límite de tus fuerzas, tomaste la iniciativa y quisiste cabalgar sobre mí. Respeté tus deseos, incluso mis concubinas te ayudaron, pero estabas tan cansada que optaste por dejarte hacer, y volvimos otra vez a quedar yo sobre ti. Descargué dos veces más y entonces vino Samar a ocupar tu lugar. Para permitirme recuperar mis fuerzas, ella fue la que tomó la iniciativa. Mientras, las demás chicas te daban la vuelta y masajeaban con aceite tus maltrechas espaldas. A pesar de que el césped es suave y mullido, estar mucho rato tumbada boca arriba mientras una mole de casi trescientas cincuenta onzas te embiste encima todo el rato es algo que tu espalda no aprecia, pese a que intentaba apoyarme todo el rato en mis brazos… Te confieso que más de una vez estuve tentado de cogerte y seguir de pie, con todo tu cuerpo apoyado en el mío, hubiera sido lo mejor para ti y tu espalda, pero era tal el placer que me dabas, que incluso un hombre-dragón puede tambalearse y caer; las concubinas no podrían hacer gran cosa, tanto peso podría herir a alguien… Así que… opté por recuperar el control descargando en ti las primeras veces, hasta que no pudiste más…


Una mirada de disculpa asoma en sus ojos, con una sonrisa un poco burlona.

-… y entonces Samar te sustituyó, y cuando ella cayó agotada a tu lado, vino Pidra, después Lumbara, y después… bueno, todas las demás.  A partir de Samar, ya controlaba mis fuerzas y mi sexo, y podía tomar nuestras posturas favoritas… ¿Te acuerdas, Irune…? Mientras Samar y tú hablabais muy cerquita la una con la otra, mirabais dichas posturas… Samar te las explicaba antes de tomarlas… Por cierto, ¿de qué hablabais, que os reíais todo el rato por lo bajito…

Dejas de masticar cansinamente un trozo de queso, y vuelves a la realidad.

-¿Eh…? Oh, de nada en concreto… -niegas bruscamente con la cabeza. –No, lo siento, no me acuerdo… Sólo sé que Samar estaba todo el rato a mi lado, con el olor a rosas de su piel rodeándome… y que deseaba perderme en ella otra vez… y creo que así fue, ¿no…?

-Sí, así fue. Mientras poseía a Enia contra su árbol favorito, me fijé en ti y os ví a ti y a Samar abrazaros y acariciaros… más tarde, os besabais, e ibais a más… Las chicas que os rodeaban sólo sonreían, cansadas. Pero Samar y tú, por ser las primeras, ya habíais recuperado fuerzas y os dedicasteis a complaceros mutuamente… Sin estridencias, sin posturas fatigosas, simplemente recostadas una frente a otra… Cuando terminé con Enia, y antes de empezar con la última, Lumbara, me fijé detenidamente en vosotras, pero vuestro sexo, lento, sin apenas avances ni cambios bruscos, no sólo no me calmó, sino que vino a inflamarme más aún, y la pobre Lumbara tuvo que apagar el fuego… Hizo lo que pudo, pero no lo consiguió. Acabó más derrengada que las demás, todas tumbadas en cualquier postura a vuestro alrededor.

Terminas de beber un vaso de leche. Se crea un silencio denso entre vosotros. Clasdal agacha la cabeza, en un gesto que le has visto hacer varias veces, muy suyo, pero que aún te cuesta asociar a un sentimiento o expresión determinada.

-Cuando dejé a Lumbara con cuidado en un hueco a tus pies, sin fuerzas y con los ojos entrecerrados, los nuestros se cruzaron –su voz se vuelve un grave susurro. -Sentí que me dabas vía libre hacia ti una vez más… Así que caminé sorteando los cuerpos de mis concubinas, y te cogí en brazos. Samar apenas se movió. Sólo sonrió, siguiéndonos con la vista hasta que la oscuridad nos envolvió, pues en aquellos momentos, la leve luz gris previa a la noche se había extinguido. Te llevé unos pasos más allá, a un claro desde donde se divisaban las estrellas, y te dejé en el suelo. Reuní leña y encendí un fuego. Como dominador del mismo que soy, me aseguré de que sería un fuego terki… una hoguera de luz y calor pequeños, pero duraderos. Así no tendría que reavivar las llamas mientras estuviera contigo.

Alza la cara. Una expresión diferente irradia en ella, te hechiza una vez más: reconoces y asocias  sus rasgos tallados a machetazos, su barba incipiente y con apariencia ruda, su tez tiznada de negro y gris, sus ojos negros y sin fondo, su pelo revuelto y enmarañado, confundido con las oscuras pieles que cubren sus anchos hombros, sus dientes blanquísimos asomados apenas entre unos labios de dura curva…

-Empecé a besarte, y tú no respondías. Te acaricié la cara, pero seguías igual. Rechacé el mirar en tu cabeza el porqué. Te deseaba como a una afín, como a una compañera más de mi harén, a las cuales trato igual que a ti entonces. Y te lo comenté. Entonces tú preguntaste por ellas, si estaban en esa isla en contra de su voluntad. Y te repito la respuesta que te dí entonces, y que luego ellas te refrendaron. Ni las fuerzo, ni las espío, ni las obligo… A todas les pido consejo por igual, juntas y por separado, a todas atiendo sus deseos, sus preferencias, sus parcelas… En todas aprecio sus deseos de agradarme: una con música, otra con poemas, otra con flores, dos con danzas de sus tierras, otra con perfumes y licores de los más finos que prepara en mis ausencias, otra con platos de exquisitas combinaciones de frutas… Cada una en su especialidad, ayudadas por las demás, en total armonía y sin competencias, trataban de complacerme. Y con todas ellas tengo una palabra amable, una caricia, una cosquilla… Y tú, al fin, te convenciste y colaboraste. Tras besarte y acariciarte, esa vez sí: esa vez te cogí en mis brazos, y de pie y completamente relajada en ellos, te dejaste hacer. Noté que te sentías muy especial, al ser tomada al aire… tu vulva en mi boca, mientras te ofrecías tumbada sobre mis brazos como ramas de árbol… Un hombre normal, por muy fuerte que sea, no aguantaría más allá de tres caídas de piedra en esa postura, pero yo soy Clasdal, el hombre dragón. Y aquella fue la postura que más disfrutaste, la más fatigosa para el hombre, porque te despertaba nuevas sensaciones. Y lo que vino después…

Se detiene. De sus ojos surge algo parecido a una viva llamarada de deseo, que cala muy profundo en ti.

-Te tomé una y otra vez así, descargué en ti varias veces, sin que tocaras el suelo, mientras las llamas terki lucían… hasta que se apagaron. Poco más tarde, noté de nuevo tu cansancio, y te devolví a los brazos de Samar, en los que te dormiste como una niña. Volví al claro, me transformé en dragón, emprendí el vuelo y busqué una presa lo bastante grande para saciar mi apetito… La caza duró toda la noche. Ataqué dos barcos que se aproximaban demasiado a mi isla, devoré un foular que nadaba por ahí cerca, sacié mi sed bebiendo brea del pantano de las torjas negras… y volví al amanecer. Todas vosotras dormíais todavía, cuando os visité tras tomar mi forma humana, así que cogí frutas, las pelé, las troceé, las exprimí y os monté un abundante desayuno. Os desperté a besos y caricias, bien entrada la mañana, puesto que ni siquiera el trinar de los pájaros os despejaba.

Cuando terminasteis vuestras abluciones y disteis buena cuenta del desayuno, todas se fueron a sus quehaceres diarios, y Samar y yo nos quedamos contigo. Hablamos largo y tendido, relajados, con toda naturalidad, de lo que deseabas, las dudas que tenías, si querías quedarte ahí o volver a tu pueblo… A pesar del cuadro tentador que te presentaba esa isla y la compañía, sentías que aquél no era tu sitio, y así lo expresaste. Deseabas volver. No intentamos convencerte. Pasamos el resto del día paseando por la isla, y Samar y yo te íbamos explicando la flora y la fauna del lugar, comimos en una pequeña cala, tomaste el sol, te bañaste, nos amamos los tres una vez más en la arena hasta vuestro agotamiento, descansasteis a la sombra de una palmera, te bañaste otra vez en un riachuelo cercano para quitarte los restos de sal, arena y algas de tu pelo y tu cuerpo, y volvimos. Todas las demás aguardaban expectantes, para saber si te quedabas. Cuando vieron que no era así, se entristecieron. Te habían cogido cariño, habían hecho vagos planes para ti acerca de enseñarte gustosamente sus oficios, pero tú ya habías tomado tu decisión. Además, siempre podrías volver. Tras las despedidas de rigor, nos fuimos al estanque de la cueva, donde sus nieblas te cubrieron para el viaje, me transformé, Samar se despidió de ti con un largo abrazo, besos y caricias, y partimos. Durante el viaje te dormiste, y me ha dado tiempo de llegar aquí, transformarme de nuevo en hombre, echar un vistazo a los prisioneros, todos ya muertos, me he deshecho de sus cadáveres, he bajado al pueblo a por esas viandas, y me he sentado aquí, esperando a que te despiertes.

Se levanta y pasea un poco, estirando las piernas y arqueando los brazos, que crujen poderosos.

-Salgo fuera para que te vistas. Cuando estés lista, si no quieres nada más, volvemos a tu pueblo.

Y desaparece por el hueco de la puerta, cerrándola tras de sí.

martes, 15 de marzo de 2016

Clasdal el hombre dragón e Irune la dura doncella (I)

Eres una doncella de un poblado medieval. Sus habitantes, tus vecinos y parientes, están aterrorizados por un dragón que vive en una caverna en la montaña del horizonte del amanecer. Tanto, que algunos han intentado huir con sus familias, pero al día siguiente o a los dos días, han aparecido sus cadáveres crucificados en postes a ambas lindes del camino principal, con señas inconfundibles de haber sido torturados y mutilados cruelmente.

La vida sigue. La gente cultiva sus huertos, sus campos, cuida sus granjas, crían sus animales, comercian entre sí con productos de primera necesidad: el herrero, un par de tejedores, un par de curtidores y zapateros, tres panaderos, dos albañiles, varios leñadores, algunos cazadores… Estos dos últimos gremios saben hasta dónde pueden llegar con su labor, pero también saben que la muerte más triste y violenta les aguarda si se atreven a cruzar un límite marcado con cenizas, como un cortafuegos que rodea al pueblo en una extensión de varios kilómetros a la redonda.

Un día, el dragón les hace llegar un mensaje: quiere una doncella. Sólo eso. Una doncella joven, atractiva, no precisamente virgen, resuelta y de ánimo fuerte. No dice para qué, pero lo peor se instala en las mentes de los aldeanos. Estos celebran una reunión apresurada, y tras unas cuantas horas de miedo, lágrimas, gritos y angustia se deciden por ti.

Tú te niegas, pero ellos te atan antes siquiera de que eches a correr, y te dejan en el punto convenido. Al cabo de unas horas, en que ya es de noche, un batir de alas inmensas seguido de una sombra amenazadora se cierne sobre ti, notas que sus zarpas se cierran en torno a tu cuerpo, y cuando emprende el vuelo, te desmayas.

Al despertar, no recuerdas nada. Poco a poco, los acontecimientos acuden a tu mente, y te despejas de un salto, con un quejido. Estás sobre una roca plana, al lado de una gran fogata que ilumina una inmensa caverna y te da calor. La luz apenas llega al techo, y todo lo que ves son sombras y reflejos difusos aquí y allá. Al arrebujarte, presa del pánico, notas que no estás atada, tus vestidos están intactos y estás cubierta por un manto.

Pasa el rato. No se oye nada. Más calmada y con un incipiente valor nacida de ti misma (nunca fuiste una cobarde), te atreves a decir, con voz no muy alta:

-Hola…

Silencio. Repites otra vez, con voz más alta y clara.

-Hola… ¿hay alguien?

Oyes un ruido retumbante, una robusta puerta se abre y se cierra.

-Ah, ¿por fin despierta?

La voz no es desagradable. Es más, acaricia con virilidad tus oídos, calmándote. Oyes pasos robustos acercándose a ti. Intentas divisar de dónde vienen, y a pesar de los ecos, no andas muy desencaminada: poco más allá del círculo de luz, aparece una figura cubierta de pieles. Un hombre alto, corpulento, con andares seguros y erguido como un roble. Se acerca a ti y se sienta a tu lado, poniendo sus manos al alcance del fuego. Por puro reflejo, te fijas en ellas: manos grandes, morenas, callosas, nervudas, sin un ápice de grasa en sus dorsos, con lo que las venas se marcan como riachuelos subterráneos rebosantes empujando la superficie elástica a cada latido.

-¿Cómo te llamas? –pregunta él, sin siquiera girar la cabeza.

-I… Irune.

-Yo soy Clasdal – y por primera vez, gira la cara y te mira.

Te sientes subyugada por una mirada franca, gris y envolvente. Los rasgos, con barba incipiente y rodeados por un pelo largo, negro y crespo, te recuerdan a una roca tallada a martillazos, como las que practica tu primo adolescente en la piedra. Incluso las manchas de ceniza y polvo negro que los cubren parecen estar en su sitio justo. No sabes muy bien por qué, pero te sientes dominada por la tremenda rudeza y fuerza varonil que rebosa por su boca, sus ojos y la impresión de su cara levemente tiznada.

Pero reaccionas enseguida, resuelta a no dejarte llevar por lo que empieza a hormiguear bajo tu piel.

-¿Qué hago aquí? ¿dónde está el dragón…?

-El dragón soy yo. He tomado mi forma humana. Y en cuanto a qué haces aquí… Te lo diré cuando hayas recuperado fuerzas.

Se levanta y se acerca a la fogata, retirando una pequeña marmita. Se acerca a ti con un cazo, y te sirve de dentro una ración, chorreante. Tú miras con desconfianza.

-Es leche de cabra. Si no quieres beber, allá tú.

Acercas tu nariz, y en efecto, hueles su aroma inconfundible. Te lanzas a por el cazo, hambrienta y sedienta, y pasas por alto el que está un poco caliente para tu paladar. Te lo bebes de un trago, y se lo devuelves. Clasdal te sirve otro.

Permanecéis en silencio, observándoos mutuamente de reojo.

-Irune… Un bonito nombre –musita al fin, mirándote directamente.

-G… gracias –musitas, dominada por su imponente presencia. Reaccionas una vez más. -¿Para qué me has traído aquí? ¿qué quieres de mí?

Por toda respuesta, él entrecierra sus ojos, observándote, calibrándote hasta dónde serías capaz de llegar, qué estarías dispuesta a hacer, la convicción de tus principios, tus rechazos, tus miedos; también se fija en tu físico, lo que tú has dejado al descubierto: tu pelo, tu cara, tus hombros, tu escote, tus manos. Al fin se levanta y te anima a hacer lo mismo. Obedeces. Es entonces cuando de pie compruebas que sólo le llegas a la altura del corazón. Coge una antorcha de la hoguera, toma tu mano y te guía. Tú te dejas hacer.

Te guía por entre grandes rocas y piedras, y se detiene ante un macizo portón, que él abre con una mano como si nada.

Entráis dentro. El interior está oscuro, pero unos quejidos de hombres te llegan a los oídos, y antes de que te inquietes, Clasdal cierra el portón e ilumina el interior con la antorcha.

Lo que ves te paraliza. Unos cuantos lechos de piedra asoman del suelo. Sobre ellos, tumbados y argollados a los lechos, permanecen inmóviles unos cuantos hombres desnudos. Unos aros de metal hincados en la piedra les sujetan férreamente y sin holgura muñecas, pies y frente, imposibilitándoles incluso el girar la cabeza.

-Te presento a la hez de la región. Pederastas, violadores, asesinos, asaltantes de caminos… -avanza entre ellos, y señala a uno con la antorcha. –Este violó y mató a un par de muchachas en el poblado de Forver, a treinta millas de aquí. Este otro –lo iluminó con la antorcha -asaltó y mató a una familia que volvía de un poblado cercano de visita de unos parientes. Aquél de allá mató a su vecino por quedarse con sus tierras…

Continúa su paseo, y tú caminas tras él, atenta a sus explicaciones, mirando a cada uno como quien mira a un bicho extraño. Aquéllos en que caes en su campo de visión te miran con miedo, esperanza y curiosidad; algún que otro permanece indiferente, como ajeno a la suerte que corre. Ves, no obstante, que todos están bien alimentados, sin huellas de hierro, látigo u otras torturas, pero pálidos, nerviosos y sudorosos.

-… éste secuestró y violó a un niño durante un mes, manteniéndolo en un foso en medio del bosque, atado y silenciado, hasta que murió de hambre y sed porque no se tomó la molestia de volver cuando se cansó de él. Y así, todos los demás, con delitos más o menos igual de brutales.

Se volvió hacia ti.

-Como ves, todos merecen la muerte. Y aquí entras tú.

-¿Yo...?

-Sí, tú. Te he observado durante seis lunas  allá en el poblado, con mi forma humana. Estaba en la posada, pagando el hospedaje cada día, y cada día iba a verte. Tú estabas con tus labores, ayudabas a tus padres, cuidabas de tu hermanito, hacías la comida, la compra, tejías enfrente de la puerta de casa, ibas al huerto, los mozos del pueblo te rondaban, pero no les hacías caso… esto último me llamó la atención a los pocos días de llegar. En los ratos que creías estar sola, alzabas el rostro al cielo y soñabas despierta. Soñabas con irte muy lejos de allí, soñabas correr aventuras más allá de tu pueblo, soñabas con cabalgar veloces caballos, soñabas con el mar, con nadar sin tocar el fondo, y… también soñabas con un amante, deseabas unas manos grandes que te desnudaran, te acariciaran con rudeza, te alzaran y te tomaran al aire, dejándote manejar a su antojo…

Tú abres y abres más la boca y los ojos, asombrada. Logras musitar:

-¿Cómo… cómo sabes tú todo eso?

-Soy Clasdal, un dragón con extraordinarias habilidades y poder para ejercerlas, una de ellas ver lo que puebla la cabeza de cualquiera de vosotros. De ahí que todos estos estén como están –trazó con la antorcha un círculo alrededor, señalando a todos los presos. –Te aseguro que muchas de estas mentes están perturbadas, y el resto no siente ningún amor ni respeto por sus semejantes.

-¿Y tú sí? –reaccionas, dispuesta a enfrentarte a tu secuestrador. –Tú, que has matado y desollado a los Vinmannu, a los Edacre,  a los…

-No soy humano –te interrumpe él, con un brío contenido que te llega muy al fondo, paralizándote. –Soy un dragón. Se os dieron unas órdenes muy específicas, y todos ellos las desobedecieron. Pagaron por ello y dieron ejemplo a los demás. Pero vamos al porqué te he traído aquí.

Y se acerca a una pared, aproximando la tea a una antorcha que colgaba ahí, encendiéndola. Después se dirige a otra, y a otra, y a otra… Aquel calabozo, una vez encendidas todas las antorchas, adquiere un tinte distinto. No hay apenas sombras, y el calor empieza a notarse. Clasdal, cuando termina de encender la última, tira al suelo la tea que porta en la mano, y se dirige a un asiento tallado en la roca, en medio de la pared del fondo.

-Tú vas a decidir quién vive y quién muere. Y ellos lo saben, por eso algunos te miran con esperanza, otros con indiferencia, y otros con determinación de satisfacerte antes de morir.

-¿”Satisfacerme”? –preguntas, incrédula.

-Sí, querida, satisfacerte. Una de tus debilidades hace que los mozos del pueblo te ronden más de lo normal, y corran rumores nada inocentes acerca de tu castidad, y del granero de tu padre salgan en ocasiones más ruidos de los razonables para la moral comunitaria, y del granero del pueblo, y del desván del caserón abandonado en la punta este del pueblo…

Hace una pausa, dándote tiempo para asimilar.

-Están férreamente atados, y no pueden hacerte daño. Y ellos saben que no deben hacerte el más mínimo daño. Así que si lo que te apetece es sentarte encima de sus caras para que te den placer, puedes hacerlo; no te morderán. Si lo que te apetece es cabalgar encima de sus caderas, también puedes hacerlo. Y si alguno no colabora, o te hace daño, no hará falta que me avises: le caerá un rayo de aviso a su alrededor. Y si insiste, el rayo le quemará los pies. Y si aún insiste en hacerte daño, otro rayo subirá por sus piernas… Así hasta que colaboren. Aunque con su actitud tienen asegurada su muerte posterior entre terribles dolores… Ya que cuando termines, tú decidirás quién vive y quién muere, basándote en la satisfacción que has obtenido de todos y cada uno de ellos… Te convierto en ama y señora de sus cuerpos y sus vidas. Tú verás.

Clasdal calla un momento, observando cómo terminas de asimilar la proposición. Se echa adelante y apoya los codos en ambos reposabrazos rocosos, entrecruzando los dedos. Una expresión de ironía humaniza su cara por unos momentos.

-De hecho, míralos. Algunos ya se están preparando.

Das media vuelta y te fijas detenidamente. En efecto, la virilidad de muchos prisioneros se está inflamando; así de lejos, todos parecen iguales, pero los tamaños, los colores y las formas se definen conforme pasan los segundos.

Te vuelves, confusa y ruborizada. Pero Clasdal remata:

-El saber que una hermosa mujer va a poseerlos, y que su vida depende de ello, les da muchas energías ¿verdad…? Más aún si sólo eliges a uno o a do o a tres. Los más atractivos, los más fuertes, los más definidos y proporcionados físicamente… -Te mira con seriedad. –El resto serán ejecutados directamente. Bien… ¿qué decides? ¿los vas a poseer o no?

Confusa y algo incómoda, tardas unos minutos en contestar, pues aunque nunca callaste ante nadie, la figura de Clasdal se magnificaba en aquella cueva, en la que cada vez te sientes más pequeña y vulnerable. Te sientas despacio a sus pies, abarcando con tus manos una de sus rodillas, abrumada conforme pasa el rato. Aun así, levantas la cabeza y señalas a todos los prisioneros:

-Te jactas de lo mucho que me conoces y de todo lo que sabes de mí, y realmente no tienes ni idea de cómo soy. Nunca sería capaz de desear y poseer a un asesino, a un violador, ni a nadie que no me mereciese algún tipo de interés como hombre. Me excitaría más ver que obtienen su castigo al morir, que imaginar cualquier fantasía sexual con ellos.

Todos los prisioneros, salvo dos o tres, al oír esas palabras, gritan, se retuercen, gimen, intentan desesperadamente soltarse las ataduras. Clasdal se levanta:

-¡Silencio! –Su vozarrón parece sacudir la misma roca, y los ecos reverberan durante largo rato incluso por la caverna, atravesando el portón.

Todos cesan al punto sus quejas. No se atreven ni a respirar. Temblorosa, le miras a los ojos. Eres consciente de que cualquier respuesta por su parte podría desatar la furia de ese animal convertido en hombre, pero aún así quieres mirarlo.

Clasdal desvía la cara hacia ti. Sus facciones quedan veladas por las sombras de la crespa melena caída, pero notas que sonríe con ironía y cierta condescendencia, provocando en ti una ira inesperada:

-¿Para qué me has traído realmente? -le gritas, enfadada. Das un salto, te pones en pie y te enfrentas a él con los puños apretados.-¿Crees que puedes mantenerme prisionera en esta cueva? ¿crees que voy a hacer todo lo que quieras? Estás muy equivocado.

Su sonrisa desaparece. La comisura visible de sus labios se tensa. Sus facciones angulosas, su estatura y corpulencia, y su piel manchada le vuelven más temible. Los ojos brillan en medio de las sombras de su cara.

-Tú harás lo que yo te mande -dice Clasdal con voz retumbante, arqueando las cejas y mirándola fijamente. Suavizó su expresión. -No tienes de qué temer, pasarás aquí unos días, y luego te devolveré al pueblo, pero no olvides dónde estás, y aunque me agrade una voz femenina recorriendo hasta el más pequeño de los huecos de esta fría cueva, no dudaré en amordazarte si me molestas.

Clasdal se sienta y te invita a sentarse a sus pies otra vez.

-¿Quieres que mueran estos hombres? ¿no quieres que sean objetos para tu placer?

-No creo que merezcan ni un roce de mi piel, si es eso lo que preguntas.

Aunque tú sabes muy bien que Clasdal haría lo que quisiera, te sientes partícipe de todo aquello, y poder juzgar a aquellos hombres por sus actos tan grotescos y decidir que merecen la muerte, te produce tal excitación que ningún acto sexual puramente dicho te proporcionó nunca.

Al mismo tiempo, estar sentada a los pies de aquel hombre tan poderoso te produce una atracción que cada vez te cuesta más disimular.

Estás inmersa en sus fantasías, y te sobresaltas cuando Clasdal te coge de la mano y te mira fijamente.

-Me ha gustado lo que has decidido, Irune. Puede que esté confundido contigo, pero tus actos en el pueblo no me mostraban otra cosa.

Abrumada y excitada, le escuchas, y dejas que su voz varonil se adentre hasta en el más recóndito rincón de tu cuerpo. Sus palabras son como gotas de agua fresca que mojan tu piel caliente; un escalofrío te recorre desde los dedos de las manos hasta tus pechos, tus pezones se endurecen y se marcan en la camisa como punzones. Intentas arquear la espalda para que no toquen la fina tela y te delaten, pero todos tus intentos infructuosos provocan que te ruborices, así que reaccionas y te yergues, orgullosa.

Clasdal baja los ojos a tu pecho marcado, y capta abiertamente lo que venía sospechando. Bucea durante largo rato en tus ojos, quieto, sin tocarte. Sonríe con mezcla de admiración y deseo, pero también con contención y pena.

-Te sientes atraída por mí –Clasdal cabecea con pesar. –Soy un dragón. Mi ardor es tal, que se destila en este estado de forma humana, aunque intente controlarlo. Si te tomara, te haría mucho, mucho daño; podría incluso matarte.

Te recoges un poco en ti misma, presa de una gran frustración.

-No obstante, hay un lugar especial donde controlo por completo mi forma humana, y ahí sí que puedo darte lo que deseas.

Gesticula suavemente con la mano, y una bola de cristal vuela de la puerta posándose en ella. Te la acerca a ti. Tras un leve resplandor, la esfera muestra un bosque luminoso, con césped, flores y un arrollo con una pequeña cascada. Se ven muchachas desnudas, todas jóvenes y hermosas, retozando en el césped, riendo, peinándose unas a otras sus largas cabelleras, bañándose en el arrollo o lavándose el pelo en la cascada. Una sale del bosque cargada de frutas, que reparte entre todas. Te fijas en ésta última: alta, rubia, de larga y densa melena de brillantes cabellos casi blancos hasta la cintura, curvas potentes y generosas, senos grandes y firmes, y piel albina blanca como la nieve. Destacan sus pezones, de un rosa pálido delicado, y su uve íntima, cubierta de un manojo retorcido de cortos hilos de oro. Se mueve con naturalidad entre todas las demás, que se apresuran a recibir su fruta con respeto y espontáneas sonrisas de cariño mutuo.

La imagen se apaga. Subyugada por la visión, vuelves a fijar tus ojos en los suyos.

-Este es mi harén, y está muy lejos de aquí… ¿quieres ir ahí ahora mismo?

Antes de que contestes, Clasdal desvía la mirada a los prisioneros, que se les nota expectantes, aguantando en lo posible la respiración. Los señala con la otra mano.

-Pero antes, ¿qué quieres que haga con ellos? Tú eres su ama y señora. Tú decides: ¿viven o mueren? Si viven ¿encerrados aquí a cadena perpetua, inmóviles como están ahora, con cucarachas que les transmitirán enfermedades no mortales, pero sí dolorosas? ¿o bien dejarlos sueltos para que se violen y se devoren entre sí, sucumbiendo el último de ellos a la locura, el hambre y la sed? Si mueren, ¿abrasados por una llama, castrados y desangrados hasta morir, mordidos por una macilénfa…? –al oír ese nombre, te abrazas a sus piernas y miras alrededor, a las sombras, esperando ver una pequeña bola negra y peluda – Tranquila, está enjaulada.

-¡Nooo….! –grita desesperado uno de los prisioneros, siendo enseguida coreado por el resto. -¡Por favor, cualquier cosa antes que la macilénfa, por favor…!

Tú te levantas despacio; te invade una sensación poderosa: mezcla de ira, frialdad, autoridad, dominio, rabia, desprecio, determinación. Tu cuerpo se yergue como el de una reina.

-Quiero que mueran hoy mismo. Que su muerte sea tan dolorosa y brutal como los crímenes que cometieron.

Los presos reaccionan con gritos y quejidos aclamando perdón, todos juntos semejan una manada de hienas. Es tan molesto que Clasdal los enmudece con un manotazo en el aire.

Te vuelves, tus ojos centellean por la excitación del poder.

-Me gustaría que mientras agonizan, todos sus crímenes pasen ante sus ojos, igual que sus muertes pasen ante los ojos de todos los asesinos y violadores del mundo, reflejada en una pesadilla tan real, que vivan a partir de ese momento con el temor y la seguridad de la suerte que les espera.

Clasdal sonríe, realmente no sabes cuál es la magnitud de su poder, y la petición, aunque para ti casi imposible, es un chasquido de dedos, un gesto, un parpadeo, para él.

-Así lo haré.

Se levanta, te tiende la mano y salís de ahí. Te acompaña al otro lado de la caverna, penetráis en un pequeño corredor, al fondo del cual brilla una luz suave. A medida que avanzáis, un vapor caliente y ligeramente perfumado roza vuestras caras.

-Esto es un lago de aguas subterráneas térmicas y purificadas. Provienen de las entrañas de la tierra, de un sitio que piqué y moldeé yo hace mucho tiempo.

Te quedas maravillada ante la visión: una pequeña bóveda, de suelo en suave pendiente, va a parar a un lago de aguas titilantes y luminosas. No puedes evitar descalzarte y tocar el agua cristalina, tibia y con un aroma envolvente que te relaja. Quieres tomar un baño, pero la presencia de Clasdal te reprime. Te giras para pedir un momento de intimidad, y te sorprendes al hallarte sola.

Rápidamente te deshaces de tus vestiduras y te sumerges lentamente, notando como te invade esa sensación tan maravillosa. Cierras los ojos, el cosquilleo del agua te sume en un largo sueño, lleno de fantasías y deseos anhelados.

(capítulo siguiente)