lunes, 21 de marzo de 2016

Clasdal el hombre dragón e Irune la dura doncella (III)

(capítulo anterior)

Tú te quedas anonadada. Todo cuanto te dice va iluminando tu memoria a fogonazos, y por cada recuerdo, te recoges más aún. Cuando te quedas sola, te relajas. Lentamente, tus manos acarician aquellas zonas en los que sientes las marcas. Y en efecto, descubres arañazos, moratones, marcas de dedos...

Te desperezas lentamente y te acercas a un bronce bruñido, en una pared. A la luz de las antorchas y la hoguera, vas descubriendo las marcas. En tu espalda, tus brazos, tus muslos, tus pechos, tus hombros… Chupetones, mordiscos, arañazos, tanto de uñas como de dedos, zonas amplias todavía al rojo vivo, sobre todo tus glúteos…

Recuerdas la unión con Clasdal en el claro de la noche. Su tremenda fuerza, los músculos tensos como las gruesas maromas de las que cuelgan la enorme campana de la torre de la iglesia, sus dedos hundiéndose en tus glúteos, ya que te apoyabas ahí, pese a rodear su cuerpo con tus muslos y su cuello con tus brazos… Cintura de roble que no cedía un ápice a la intensa presión de tus muslos, cuello de toro que te daba la confianza suficiente como para colgarte ahí con todo tu peso, espaldas amplias que nunca terminabas de abarcar ni arañar con tus manos, pecho hinchado y macizo que no cedía ante tus abundantes puñetazos, brazos de roca que no se inmutaban lo más mínimo aún cuando te recostabas largo rato en ellos, ofreciéndole tu vulva a su cara, y te relajabas porque no hacía falta mantener el equilibrio… Y sobre todo, sus manos… callosas, potentes, capaces de cerrarse en torno a tus brazos y tobillos, abarcar tus rodillas, muslos o glúteos, y sin embargo, delicados y suaves al acariciar tus senos, cara y cuello…

Vuelves a la cama, desperezándote como un gato. Tus articulaciones crujen. Expandes tus pulmones al máximo, te estiras hasta no poder más, retuerces el cuello, hundiendo la cabeza en el jergón, aguantas la respiración… hasta que te sueltas, exangüe y con los ojos cerrados…

Al rato, oyes pasos y golpes en la puerta, pero tú ni te inmutas. Clasdal te llama, pero al no recibir tu respuesta, entra. Algo en tu interior sonríe al imaginar su sorpresa, pero sigues igual.

Notas su desconcierto, su no saber qué hacer, y te regodeas en ello, pero haces como que no va contigo.

Oyes sus pasos quedos rodeando el inmenso lecho, acercándose a tu cara. Se recuesta en la cabecera y, con delicado gesto, aparta el pelo de tu rostro, peinándotelo con los dedos. Su aliento cálido recorre tus mejillas, antes de sentir el raspado de su barba y la ternura de sus labios en ellas. Lo hueles, intenso, casi inhumano, pero varonil.

-Irune… -musita en tu oído libre. –Irune…

Abres los ojos, lánguida. Percibes el brillo de intenso deseo de los suyos, su respiración, cada vez más entrecortada y siseante, sus labios temblorosos y húmedos, con la lengua repasándolos nerviosos… Y en un gesto rápido y algo torpe, pasas tu mano libre tras su nuca y lo atraes hacia ti, estampando su boca en la tuya, en un beso salvaje que bien podría competir con los suyos.

Pero él no colabora, sino todo lo contrario. Se zafa de ti con brusquedad.

-¡No vuelvas a hacer eso! –su voz es tronante, pero triste. –No vuelvas a hacer eso, por favor… No… no puedo…

Te despejas por completo y te incorporas.

-¿Qué no puedes? –Te asombra verle cohibido, contrito, frustrado. Clasdal, el poderoso e implacable hombre dragón, está recogido en sí mismo, como herido por el rayo.

-No puedo hacer el amor ahora.

-¿Por qué no?

-Porque soy un hombre dragón… Te lo dije antes, y te lo repetí en la isla: Sólo en la isla puedo hacer el amor a las mujeres sin… sin matarlas.

Te mira de frente. Sus ojos brillan de tristeza y frustración. Recorren todas tus curvas, y se reprime con un quejido, apartando la cara.

-Apenas me ha dado tiempo de tragarme mi propia saliva antes de que… -Se fija en tu boca, y asoma en su cara una expresión de alarma. Señala una comisura. -¿No te quema?

Te tocas la zona afectada. En efecto, te escuece como mil demonios. Y tu lengua, y tus encías, empiezan a inflamarse. Te quejas. Clasdal se levanta rápidamente y sale corriendo. Te acercas al bronce bruñido, y entre las aguas, distingues zonas al rojo vivo en tus labios y en tu lengua, que se van abriendo a simple vista, dolorosas. Clasdal trae consigo un recipiente vacío y un vaso.

-Toma, enjuágate rápidamente con esto… Te calmará…

Obedeces, y escupes en la palangana vacía. Notas cómo el escozor remite en cuestión de segundos. Te acercas al espejo, y, en efecto, las llagas abiertas desaparecen por completo.

-¿Qué es? –preguntas, señalando el recipiente.

-Agua del estanque de las nieblas del dragón con un jarabe de una fruta de mi isla… Cura todas las heridas a flor de piel. Las uso sobre todo cuando salgo de caza, cuando defiendo mi territorio, cuando ataco cuadrillas armadas de soldados, en barcos en alta mar o en torres en ciudades y pueblos. Las pocas heridas que me provocan sus flechas desaparecen en cuanto me doy esto…

Tú entrecierras los ojos, con astucia y decisión.

-¿Cuánto jarabe de esa fruta tienes aquí?

-Tres barrilitos de quince onzas cada uno… ¿porqué?

-¿Me los puedes enseñar, por favor?

Clasdal afirma con la cabeza, perplejo, y sale. Vuelve al cabo de un rato, portando consigo tres tonelitos de apariencia delicada. Toma uno y lo abre delante de ti. De su interior sale un aroma embriagador a jarabe de fruta que en cuestión de segundos invade todo el recinto. Metes un dedo ahí y lo pruebas.

-Está muy bueno… ¿Sólo tienes estos?

-Aquí sí. De mi isla puedo conseguir más… ¿porqué?

-¿Cuesta mucho de preparar?

-Algo... Lo prepara Enie en cinco jornadas.

-Dámelo –y casi se lo arrebatas, resuelta. Te diriges a la salida, sin dar explicaciones.

-Irune, ¿no deberías vestirte…? Hace frío ahí fuera.

Ni te dignas detenerte. Clasdal se queda asombrado por tu iniciativa y soltura. El que ha aterrorizado a miles de personas, que ha provocado inmensos destrozos, que su sola presencia imponía el pánico en ejércitos y castillos armados hasta los dientes, se siente subyugado por ti. Te sigue, intrigado. Tras asomar a la caverna principal, te guías por el brillo, y os encamináis al estanque de las nieblas del dragón.

Te detienes, pasmada ante la belleza del agua resplandeciente, como si las rocas y arenas del fondo brillasen. La luz se descompone en caprichosas estelas de arcoíris que se reflejan contra el techo. Te arrodillas y metes tu mano en el agua. La notas tibia. Miras a Clasdal, que permanece a la espera.

Con gesto decidido, vuelcas el barrilito sobre el agua. Clasdal abre mucho los ojos, pero no dice nada. Enjuagas el recipiente y lo dejas al lado, mientras ves cómo el jarabe vertido forma una mancha entre tanta pureza cristalina. Metes un pie, removiendo. Avanzas. El agua te llega a las rodillas. El jarabe ya se ha extendido por casi todo el volumen del agua. Los brillos se apagan levemente, saliendo velados, dotando a la atmósfera de un ambiente más cálido y desdibujado.

Sigues avanzando. El agua te llega a las caderas. Sientes un escalofrío al bañar tu intimidad. Te restriegas la vulva con la mano, asegurándote de que llene hasta el más recóndito de tus pliegues. Una sensación aterciopelada y mullida invade tus mejillas y tus pechos, y te los acaricias, intentando retenerla. Clasdal, a tus espaldas, resopla. Prolongas tus caricias hacia tu pelo, levantándolo, exponiendo tu nuca al hombre. Le miras de reojo. Sus manos están nerviosas, sus ojos desorbitados, sus hombros tensos. Te arrodillas, sumergiéndote en las aguas por completo. Te alzas despacio, chorreando, y te das la vuelta.

-Desnúdate.

-¿Qué? –pregunta Clasdal, sacudiendo la cabeza.

Te acercas a él, pero se echa atrás, hasta que topa con la pared.

-Que te desnudes…

-¿Estás loca? –te sujeta las manos, que empiezan a desvestirle -¿crees que lo que acabas de hacer con el jarabe de jaruña te protegerá…?

-Si dos enjuages me bastan para curarme la boca, sí…

-¿Y qué pretendes? ¿hacer el amor aquí, y cuando te sientas herida, separarte de mí y bañarte, para volver en cuanto estés curada…?

-No –sonríes con sugerencia. Señalas el agua –Quiero hacerte el amor ahí dentro…

Clasdal abre mucho los ojos, asombrado.

-Quiero tocarte, acariciarte, besarte, lamerte, estimularte y poseerte en las aguas de las nieblas del dragón, de tus nieblas, hombre dragón…

El asombro de él aumenta más aún, si cabe. Tanto que no reacciona ante tus actos. Comienzas a desatarle el jubón, las calzas, las botas, cuanta trabilla esté al alcance de tu mano. Conforme vas desnudándole, sientes deseos de acariciar su enorme torso oscuro, musculoso, peludo, con su fuerte olor. Sus brazos, con la tensión de la sorpresa manteniéndolos contra la pared. Sus muslos, gruesos como troncos, y su entrepierna, colgante, diminuta, negra, casi escondida entre su abundante y recia mata púbica. Tu respiración se vuelve irregular al apoderarte de su miembro y tirar de él, estimulándolo sin miramientos.

Pero él no reacciona. Permanece pegado a la roca, todavía con los ojos muy abiertos y los labios prietos. En cierto momento en que pegas tu oído a su pecho, te detienes, asombrada por lo profundo de su respiración, casi como una vigorosa brisa dentro de una cueva, y los latidos, como un recio y apagado tambor, con sus resonancias. Te recuerda al instante al enorme fuelle del herrero y sus martillazos oídos de lejos, cuyas manos tiznadas soñabas de pequeña que te acariciaban sin saber porqué. Esta asociación te excita más aún.

Consigues despegarlo de la pared y meterlo en el agua. Le mojas, frotando con tus manos sus poderosas formas, y el vello oscuro se vuelve brillante, broncíneo. A duras penas consigues remojar sus cabellos, de tan alto que es, con la poca agua que consigues retener entre tus manos hasta la cabeza. Al fin se arrodilla y se sienta en el lecho del estanque, relajado, dejándose hacer.

Entonces ya es todo tuyo. Terminas de mojarlo bien, todos sus recovecos: le levantas los brazos, le lavas las axilas y los ijares, el cuello, la cara, insistes en sus ojos y sus mejillas con algo de risa, regañándole por ir tan sucio, y te sientas a horcajadas sobre sus muslos. Le abrazas y mueves tu pelvis, incitante, removiendo el agua; su respuesta no se hace esperar.

Primero leve, después inflada. Miras hacia abajo. La punta asoma en el agua, clavándose en la piel bajo tu ombligo.


Le miras con deseo y te deslizas sobre su torso serpenteando hasta su miembro, dibujas con tu lengua lentamente desde el pecho hasta llegar a sus testículos y allí te llenas del olor de su virilidad que te embriaga hasta un punto sorprendente.

Hundes con tus manos su cuerpo para que el agua lo cubra y sigues con tu lengua el curso del agua como una gota resbalando desde la punta hasta el nacimiento del vello.

Notas en Clasdal el deseo transmitido en la hinchazón cada vez más pronunciada. Sigues despacio, saboreando la reacción de cada movimiento de tu lengua, notas que la impaciencia de culminar el acto se apoderan de Clasdal y con una mirada haces que se calme.

Tu lengua aun no toca la punta de su sexo. Acercas tu boca lentamente sin tocarle y tu respiración pegada a él tensa más aún su piel, rozas con la lengua, descubierta totalmente y la excitación es máxima, asomaba de pura excitación un hilillo, cuyo sabor te enloquece e introduces en tu boca, casi no te cabe, pero las ganas de notarla dentro y ver cómo Clasdal se retuerce son superiores a todo lo demás.

Tus babas cada vez más abundantes le hacen brillar de una forma realmente apetitosa. Te enjuagas la boca para que remita el escozor incipiente. Vuelves a sumergirle en el agua, te sientas sobre él, despacio, notando sus pliegues, sus formas y su volumen abriéndose paso en ti.

Apoyas tu espalda en sus pectorales, y por primera vez notas sus manos recorriendo tus ijares. Son sorprendentemente tiernas, cuando esperabas lo contrario.

Tus entrañas acogen al rígido intruso con ternura; mientras él siente que se abre paso en ti, tú le cedes tu espacio íntimo. Es una de las cosas que más te gustan en esos encuentros. Mueves tus caderas en leve vaivén al bajar,

Sientes sus dudas en sus manos, sus esfuerzos por no ir demasiado deprisa, su alerta ante cualquier mínimo gesto de dolor y rechazo, pero tú vuelves la cabeza y le dejas entrever tu sonrisa de lado, calmándole.

Cuando ya sientes que está por entero dentro de ti, que tus nalgas ya se apoyan en sus caderas, entonces te abandonas. Dejas que él soporte todo tu peso, se activa la memoria de tu cuerpo, que recuerda su tremenda fuerza y la confianza con que te manejaba… Sólo le ayudas en lo imprescindible para mantener el equilibrio sobre él, pero el resto, te dejas llevar.

Así, toda tú te sientes gelatina llameante rodeando esa estaca que parece ensartarte la espalda de arriba abajo a cada empujón. Del agua tibia, antes un sereno y limpio estanque, surgen olas cada vez más altas y caóticas, salpicándote hasta la cara.

Una quemazón parece devorar tu sexo. Te levantas, apoyando tus manos sobre sus duros pectorales, vaciándote por completo con un húmedo chasquido. El agua entra y baña todos tus pliegues, llevándose el escozor. Introduces tus dedos y los remueves despacio dentro de tu vagina para ayudar. Tu vagina, sensitiva, tierna, mojada, abandonada a tu placer, confunde éste con el supuesto dolor, costándote distinguir con claridad dónde empieza el uno o el otro.

A tu espalda, Clasdal coloca sus ambas manos sobre tus pechos, masajeándotelos con delicadeza. Te pellizca los pezones, juguetea con ellos, los rueda entre sus yemas, traviesos. El contraste entre las oscuras y nervudas manos destaca la palidez sonrosada de tu escote. Los pechos se te vuelven de piedra, como si no fueran parte de tu cuerpo, sienten por su cuenta y envían caóticos impulsos a tu cabeza…

Cuando juzgas que te has recuperado, bajas casi de golpe. La ola de placer que te recorre de abajo arriba es tal, que, unida al golpe del agua y su consiguiente ola, pareces reventar, y gritas entre jadeos.

Con cierta dificultad cambias de postura. Él capta tu deseo y te ayuda. Giras sobre él, quedándoos cara a cara. De ésta te llama la atención sus párpados, luchando entre cerrarse con fuerza o mantenerse abiertos. Su boca, cerrada con fuerza, y sus ojos, negros, grandes e intensos como pozos sin fondo. Las aletas de su nariz se cierran y se abren como un potente fuelle...

De repente una alarma parece encenderse en él. Clasdal te coge y te levanta sin consideración, saliendo de ti por completo. El agua entra en tu vagina, llenando con su tibieza el vacío que deja, y su miembro viril, reclinado sobre su peludo abdomen, expulsa un río incontenible de un líquido espeso con tal ímpetu que algunas gotas saltan más allá del agua, manchando su pecho y parte de su cara. El resto se desperdigan en el agua, peleando contra ella y creando pequeñas burbujas a su paso, burbujas que suben a flote y se abren soltando pequeñas bocanadas de humo...

Contemplas todo eso asombrada, quieta, incrédula. Clasdal te sostiene en sus manos mientras todo su cuerpo se retuerce bajo ti. Pasas un dedo por una de esas gotas, y al instante notas que te escuece y te quema. La piel de las yemas de tus dedos se abre al rojo vivo, y cuando el dolor es insoportable, metes la mano en el agua, aliviándote al cabo de un rato.

Clasdal recupera la compostura, sin dejar de sostenerte con sus manos, manteniéndote alejada de su cuerpo. Su respiración se acompasa. Recuperada de la sorpresa, tomas la iniciativa. Lavas su pecho y su cara de las huellas de su semen altamente corrosivo con abundante agua. Él mantiene sus ojos cerrados, dejándose hacer.

Cuando has acabado te recuestas sobre él, cierras los ojos, te sientes acunada por su profunda respiración, y dejas que la calma y el sueño que emanan de él haga efecto en ti...

(capítulo siguiente)

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